Todas las noches, durante el año y medio que viví en el bucólico barrio de Santa Teresa, en Rio de Janeiro, tuve como paisaje principal, a uno de los lados de la terraza, un antiguo caserón amarillo, imponente, solitario, ocupado parcialmente por los albañiles que iban reformándolo cada día.
Decidí fotografiar la casa durante varias noches, siempre desde el mismo ángulo, pretendiendo capturar los cambios imperceptibles que se iban produciendo, queriendo captar la vida diaria de una mansión sub-ocupada.
Una noche, solamente una noche entre más de 500, ví todas las luces encendidas, los ventanales abiertos, invitados vestidos de gala y mozos sirviendo champagne. Como si todo el esfuerzo de esos hombres que poco a poco iban tapando el paso del tiempo con pintura, con yeso, con cemento, se justificara en esas pocas horas de conmemoración.
Nunca más hubo otra fiesta, ni otra noche con todas las luces encendidas, ni personas que no tuvieran esos rostros de trabajadores que yo ya conocía.
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