Miles, tal vez millares de años atrás, parece que la tierra respiraba por la cadena montañosa de los Andes. Sí, la tierra, como nosotros, respira, y lo hace a través de sus dos mayores prominencias, los Andes y los Himalayas. Como también nos pasa a nosotros, respira alternadamente más por un conducto que por otro. Los últimos 5 mil años lo hizo por los Himalayas, y por eso, supuestamente, el gran desarrollo espiritual de la humanidad durante esos años, se dio en Oriente. Dicen, también, que estamos entrando en una nueva era, en la que el globo terráqueo volverá a respirar por nuestra cordillera americana. Eso quiere decir que los grandes cambios de la humanidad surgirán de este lado del planeta.
En el período de respiración andina, tiempo atrás, exisitió un Guru, el Sabio de la Montaña Dois Irmãos, que habitaba el litoral carioca, entre la Playa de Ipanema y São Conrado. Este Sabio tuvo una influencia tremenda en los seres que lo rodearon en sus distintas encarnaciones. Tuve la dicha, la suerte, el toque del destino, de encontrar la última encarnación del Guru, que todos los días de sol se mezcla entre los frecuentadores de la playa de Ipanema.
En el período de respiración andina, tiempo atrás, exisitió un Guru, el Sabio de la Montaña Dois Irmãos, que habitaba el litoral carioca, entre la Playa de Ipanema y São Conrado. Este Sabio tuvo una influencia tremenda en los seres que lo rodearon en sus distintas encarnaciones. Tuve la dicha, la suerte, el toque del destino, de encontrar la última encarnación del Guru, que todos los días de sol se mezcla entre los frecuentadores de la playa de Ipanema.
Por acaso, una tarde lo vi, después de medio año de no cruzarlo, era la tarde en que había hecho una oferta para comprar un caserón gigantezo y completamente destruido, vendido a precio de bananas, en el barrio de Santa Teresa, mi barrio por ese entonces. La respuesta me la darían al día siguiente. La casa tenía unos 130 metros cuadrados, 4 cuartos, un living como para poner una sala de danza, patio, posibilidad de construir encima y un árbol enraizado en una de las paredes. En mi cabeza ya había proyectado la reforma de la casa, las fiestas, el taller de manualidades, el ventanal de mi cuarto con vista a la catedral y el jardín con pileta. Sabía que la casa tenía mucho potencial y podría dejarla hermosa y valorizada en un año. Le conté al Sabio de mi casa y me dijo que precisaba tirarme el Tarot de Ganesha. 5 cartas salieron, y entre ellas, Las Torres, cientos de torres atiborradas, negras, entrelazadas por avenidas que parecían tentáculos. Cuidado con esa casa me dijo y me invitó a pasar un tiempo en su guarida, el tiempos fueron horas, noche. En plena madrugada, antes de salir, vi las cartas del tarot desparramadas en el suelo, viradas boca abajo. Eran 79 cartas y yo, sin permiso, elegí una. Al darla vuelta vi, de nuevo, Las torres. Me fui corriendo, asustada.
Al llegar a mi casa me enteré de que el teléfono no funcionaba, ni tampoco Internet. Mi celular estaba muerto, sin batería y el maldito cargador que estaba desaparecido desde hacía varios días. Mi casa quedaba arriba de la montaña, en Santa, y una vez que se llegaba ya no se salía, o si se salía no se volvía, y yo acababa de llegar. Me pasé el día completamente incomunicada. Sin saber sobre el veredicto de mi oferta, sin saber de nada.
La casa no se dio, la persona que había hipotecado la casa -sí, tenía una hipoteca que iba a ser paga con parte de mi plata- al enterarse del precio por el cual la propiedad iba a ser vendida, prefirió quedársela y pagar la diferencia. Final de la historia. Chau caserón con jardín y pileta, chau fiestas y salón de baile, y lo peor de todo, vuelta al ruedo de la búsqueda del hogar con poca plata en pleno mes de carnaval carioca, sin familiares que me ayudaran a visitar las locaciones y con la soga al cuello por tener que salir de mi casa a fin de mes. Cuando le conté, días más tarde, al Sabio de la Montaña lo que había pasado, me dijo: tendrías que usar tu apellido, acaso no sos judía? hay miles de judíos millonarios en esta ciudad, con departamentos para repartir hasta entre los tataranietos, que te den uno...
Su comentario, como buena judía, no sólo me molestó sino que me pareció absurdo. No le conté más nada.
A la mañana siguiente, como todas las benditas mañanas, chequeaba los departamentos en venta en los anuncios clasificados por Internet. Monoambientes oscuros, un cuarto mal ubicado, dos cuartos en la entrada de la favela, precios mal publicados, lo habitual. Sólo una foto me llamó la atención, por la pared de azulejos portugueses. Llamé y marqué para las 10.30. El departamento quedaba en Botafogo, en la Rua da Passagem, que como el nombre lo declara, es una calle de paso, sin un sólo árbol, plagada de colectivos y cables de luz. El predio, grande, feo, lleno de departamentos chicos. La pared de azulejos, hermosa, para llevársela y hacerla un cuadro, el resto más o menos, menos que más. Al visitar los departamentos se me activaba un mecanismo de reforma arquitectónica inmediata, tiraba mentalmente paredes, acomodaba hasta los muebles que todavía tengo guardados en una baulera porteña y no me resigno a soltar. Si algo no entraba, el departamento no funcionaba. Y ese tampoco funcionó. Pero algo en mí, tal vez mi simple desesperación por conseguir una casa, hizo que la vendedora me insistiera hasta el hartazgo para que fuera a hacer una oferta a la inmobiliaria, que hablara con su jefe, que hiciera una propuesta, hacía mucho que alguien no me incitaba a hacer algo con tanta determinación. Yo no tenía nada más que hacer, estaba cerca y de moto, nada que perder.
Me hizo pasar a la sala de reuniones, me convidó agua y me dijo que su jefe ya se reuniría conmigo. Cuando se abrió la puerta ví la cara de mi padre en otro hombre, mis ojos eran el espejo de los suyos. Isaak Chamovitz, bom dia, me dijo mientras me extendía la mano, Ana Schlimovich buenos días, balbuceaba atónita en pleno apretón de manos. No llegamos a un acuerdo sobre los azulejos portugueses, el precio era irrebajable y a mí no me gustaba tanto como para regatear con eficiencia. La conversación se derivó a las razones de mi venida a Rio, al origen de nuestros apellidos y a mi preocupación ante la dificultad de encontrar una casa. Mi rostro debe haber adquirido las facciones que se me forman cuando represento mi reconocido papel victimario, legendario por generaciones, pasado de una a otra con sumo cuidado para que no se extravíe en el camino el más mínimo detalle. El señor Isaak casi redondeaba nuestro encuentro pidiéndole a su asistente que se fijara si había algún inmueble con las características del que yo buscaba, o del que podía acceder. Es muy difícil me decía, y yo casi me deshacía en lágrimas... pero tal vez tenga un departamento que le pueda interesar... en realidad se lo estaba reservando a mi hijo menor, que vive en Meier y quiero traerlo a la zona Sul... pero si te gusta, es tuyo.
Como me dio la dirección exacta para verlo al día siguiente, inmediatamente me fui a la calle Senador Corrêa, una callecita arbolada de dos cuadras, divididas las dos por una de las plazas más encantadoras de Rio de Janeiro. Petunia es el nombre del edificio, y su entrada está íntegramente forrada de un mosaico artesanal, en colores tierra, amarillos, rosas. Hay un banco en el hall, para sentarse a ver la gente pasar, para tomar el fresco del jardín de plantas que adorna la entrada. Y el departamento, desde el cual ahora escribo, con Ganesha como testigo estampado en una tela india con lentejuelas bordadas frente a mi computadora, tiene molduras en el techo, piso de madera, vecinos demasiado cerca –eso sí- y un baño y una cocina con lavadero que acabo de terminar de reformar. A diario me imagino presa en aquella casa de Santa Teresa, conviviendo por dos años con obreros, electricistas, y personal de la construcción con el que tuve que lidiar por unos pocos meses. Me salvé, me salvaron, me convertí en la fan número uno del Sabio de la Montaña Dois Irmãos, hasta que comentí el grave error de enamorarme de él.
La casa no se dio, la persona que había hipotecado la casa -sí, tenía una hipoteca que iba a ser paga con parte de mi plata- al enterarse del precio por el cual la propiedad iba a ser vendida, prefirió quedársela y pagar la diferencia. Final de la historia. Chau caserón con jardín y pileta, chau fiestas y salón de baile, y lo peor de todo, vuelta al ruedo de la búsqueda del hogar con poca plata en pleno mes de carnaval carioca, sin familiares que me ayudaran a visitar las locaciones y con la soga al cuello por tener que salir de mi casa a fin de mes. Cuando le conté, días más tarde, al Sabio de la Montaña lo que había pasado, me dijo: tendrías que usar tu apellido, acaso no sos judía? hay miles de judíos millonarios en esta ciudad, con departamentos para repartir hasta entre los tataranietos, que te den uno...
Su comentario, como buena judía, no sólo me molestó sino que me pareció absurdo. No le conté más nada.
A la mañana siguiente, como todas las benditas mañanas, chequeaba los departamentos en venta en los anuncios clasificados por Internet. Monoambientes oscuros, un cuarto mal ubicado, dos cuartos en la entrada de la favela, precios mal publicados, lo habitual. Sólo una foto me llamó la atención, por la pared de azulejos portugueses. Llamé y marqué para las 10.30. El departamento quedaba en Botafogo, en la Rua da Passagem, que como el nombre lo declara, es una calle de paso, sin un sólo árbol, plagada de colectivos y cables de luz. El predio, grande, feo, lleno de departamentos chicos. La pared de azulejos, hermosa, para llevársela y hacerla un cuadro, el resto más o menos, menos que más. Al visitar los departamentos se me activaba un mecanismo de reforma arquitectónica inmediata, tiraba mentalmente paredes, acomodaba hasta los muebles que todavía tengo guardados en una baulera porteña y no me resigno a soltar. Si algo no entraba, el departamento no funcionaba. Y ese tampoco funcionó. Pero algo en mí, tal vez mi simple desesperación por conseguir una casa, hizo que la vendedora me insistiera hasta el hartazgo para que fuera a hacer una oferta a la inmobiliaria, que hablara con su jefe, que hiciera una propuesta, hacía mucho que alguien no me incitaba a hacer algo con tanta determinación. Yo no tenía nada más que hacer, estaba cerca y de moto, nada que perder.
Me hizo pasar a la sala de reuniones, me convidó agua y me dijo que su jefe ya se reuniría conmigo. Cuando se abrió la puerta ví la cara de mi padre en otro hombre, mis ojos eran el espejo de los suyos. Isaak Chamovitz, bom dia, me dijo mientras me extendía la mano, Ana Schlimovich buenos días, balbuceaba atónita en pleno apretón de manos. No llegamos a un acuerdo sobre los azulejos portugueses, el precio era irrebajable y a mí no me gustaba tanto como para regatear con eficiencia. La conversación se derivó a las razones de mi venida a Rio, al origen de nuestros apellidos y a mi preocupación ante la dificultad de encontrar una casa. Mi rostro debe haber adquirido las facciones que se me forman cuando represento mi reconocido papel victimario, legendario por generaciones, pasado de una a otra con sumo cuidado para que no se extravíe en el camino el más mínimo detalle. El señor Isaak casi redondeaba nuestro encuentro pidiéndole a su asistente que se fijara si había algún inmueble con las características del que yo buscaba, o del que podía acceder. Es muy difícil me decía, y yo casi me deshacía en lágrimas... pero tal vez tenga un departamento que le pueda interesar... en realidad se lo estaba reservando a mi hijo menor, que vive en Meier y quiero traerlo a la zona Sul... pero si te gusta, es tuyo.
Como me dio la dirección exacta para verlo al día siguiente, inmediatamente me fui a la calle Senador Corrêa, una callecita arbolada de dos cuadras, divididas las dos por una de las plazas más encantadoras de Rio de Janeiro. Petunia es el nombre del edificio, y su entrada está íntegramente forrada de un mosaico artesanal, en colores tierra, amarillos, rosas. Hay un banco en el hall, para sentarse a ver la gente pasar, para tomar el fresco del jardín de plantas que adorna la entrada. Y el departamento, desde el cual ahora escribo, con Ganesha como testigo estampado en una tela india con lentejuelas bordadas frente a mi computadora, tiene molduras en el techo, piso de madera, vecinos demasiado cerca –eso sí- y un baño y una cocina con lavadero que acabo de terminar de reformar. A diario me imagino presa en aquella casa de Santa Teresa, conviviendo por dos años con obreros, electricistas, y personal de la construcción con el que tuve que lidiar por unos pocos meses. Me salvé, me salvaron, me convertí en la fan número uno del Sabio de la Montaña Dois Irmãos, hasta que comentí el grave error de enamorarme de él.
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