Se perfilaba un viernes diferente. Por primera vez había recorrido en moto la Floresta da Tijuca, el segundo parque urbano más grande del mundo, o el primero? no me acuerdo, pero está bien arriba en el ranking de parques urbanos. Atravesé la avenida Mem de Sá en llamas, unos 43 grados mostraban los termómetros digitales, hasta dar con la subida hacia los Altos da Boa Vista, y su nombre dice todo, curvas, verde, flores, frescor en el aire, hasta llegar a la casa de mi amiga Aluá, que vive en una comunidad (a las favelas ahora se los llama comunidad) para la que hay que pasar el portón de seguridad de un condominio (un barrio cerrado) para entrar, cosa de locos, cosa de Rio de Janeiro. Es que la comunidad estaba antes, me explicó Aluá. Es la primera favela que conozco con seguridad privada. Su casa es un cuarto con un pequeño baño y una pequeña ventana, con vista al mar, si hubieran hecho la ventana un tercio más grande, el departamento sería un loft, pero no sé por qué, usan la ventanita padrón, dejando al cuarto como un cubículo y al mar como un bien que le pertenece a los del barrio cerrado. Aluá va a comprar otra ventana, y una hamaca.
Por las dudas, antes de irnos aproveché a darle unos consejos al dueño-albañil que construía otro cubículo idéntico al de mi amiga en lo que bien podría ser su terraza, o su sala de estar. Aproveite a vista! le dije, use menos ladrillos! hasta es más barato dejar la vista más grande, lo mejor que tienen las favelas es la vista, y no la aprovechan! enseguida se me ocurrió lo bueno que sería que el gobierno promoviese unos programas de capacitación para la construcción en las comunidades, ya que son los que más construyen y ya que lo van a seguir haciendo, que lo hagan bien! unos consejitos les puede cambiar la vida, y la ciudad toda mejora! últimamente tengo muchas ideas citadinas... es que Rio es tan linda que me inspira, y las atrocidades que veo, también.
De su casa la acompañé a su trabajo, en la livrería travessa, el templo del libro en la ciudad maravillosa, un oasis dentro de un shopping. Hacía tanto tiempo que no entraba en un shopping, el efecto es inmediato, apenas entré empecé a tentarme indiscriminadamente con todo lo que mostraban las vidrieras, como si necesitara compulsiva y obligatoriamente todas esas cosas nuevas. Me resistí al magnetismo del consumo y me senté en el café de la livrería de Aluá con un libro de Niemeyer: mansiones hechas por Niemeyer. Me intrigaba ver qué hacía este genio socialista con las casas de los ricos. Hacía maravillas, eso hacía. Las únicas ideas que tengo para mi futura casa las saqué de ese libro.
En pleno café me llama un amigo al que no veo hace mucho tiempo, para reiterar una invitación a una cachoeira, una caminata de unos 20 minutos en pleno jardín botánico, la cachoeira de los primatas. Accedí y, atravesando el tránsito que hay los viernes en el mundo entero, logré llegar de la Barra hasta el botánico en 35 minutos, en mi honda pop.
Felices con el reencuentro, nos subimos a la moto de mi amigo, y va a ser la primera vez que alguien, fuera de un moto taxi, me lleva en moto en esta ciudad. La conversación se pone buena hasta que una señora abre la puerta de su auto justo cuando vamos a pasar, y la entierra, con ganas y mucha fuerza, justo sobre mi pié, vestido con unas humildes y desprotectoras havaianas. Pude sentir cómo la punta del metal se adentraba sin prisa y con presión en la piel, logrando un corte profundo y un dolor raro, que me da fiebre, que me quita las ganas de hacer. Una amiga de mi amigo es médica y me curó la herida, sin suturar. Enseguida después de lo del pié se largó a llover, y no paró más en toda la noche. El viernes quedó tan desvirtuado como mi pié y como mi celular que, dentro del bolso, se agarró todo el desinfectante que había en el tubito que me regaló la médica. El celular y mi pié están en condiciones similares, los dos rengueamos un poco. Y mi amigo, que en su momento me había gustado, no me gusta más, no porque no me guste él, sino porque creo que en todo lo que pasó. Ese chico no es para mí no.
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