Los matan. Fue lo primero que pensé. Seguro que vienen unas camionetas negras a la velocidad que arremete la policía militar y los pescan con bolsas, también negras, y ahí mismo le hacen un nudo para que mueran por asfixia. Por eso no los encontraba en Río de Janeiro, donde los vagabundos, cualquiera sea su tipo, abundan. Eso pensé hasta que me mudé a Santa Teresa, donde están todos, absolutamente todos los perros.
Bien en frente de mi casa viven tres, duermen en mantas rotas y cajas, bajo el techo de la Estación Curvelo, una de las estaciones donde para el último tranvía carioca. La encargada de mi edificio tipo casa los detesta, a ellos y a la vieja que los alimenta. Varias veces ya ví al más clarito acostarse en el escalón de entrada al predio. Ocupa todo el largo del escalón, y cuando uno abre la puerta espera que el cachorro se levante por el susto, o por respeto, o para adoptar la posición de alerta y mostrar sus dientes ante la incomodidad producida por la presencia humana de cualquiera que no sea la responsable de su dieta. Pero no, el perro no se inmuta, hay que pasarlo por encima, sin más.
A la noche ladran, a veces se dividen por sectores, los de la estación solos, los de la estación con algún perro que pasea. Ladran llamando a la jauría vecina, que se adhiere gustosa por tiempo indeterminado. Ladran fuerte los perros de Santa Teresa, ladran a lo brasilero.
En la parte de atrás de la casa, que da a un valle pronunciado, con un todavía equilibrado conjunto de casas, edificios, basura y vegetación tropical, los perros son más, muchos más. La proporción, según mis cálculos, debe ser de un perro cada cinco personas, un cálculo basado en lo que escucho.
Mi habitación provisoria -un cuarto chico con piso de madera, una ventana antigua, alta, de dos hojas y un armario de un cuerpo incrustado en la pared- da al frente, al tránsito pesado de los colectivos que vienen subiendo la cuesta, cada vez más destartalados por el efecto de la inclinación, los adoquines y las vías del bondinho o tranvía; y el propio bondinho, que deja la estela de un sonido metálico, eléctrico pero sin homocinética. La habitación definitiva, un cuarto amplio, pisos cerámicos y un ventanal de dos metros y medio que da a la ladera del morro, da a los perros. Entre transporte y perros, elijo perros. Sobre todo porque contra el transporte no hay nada que yo pueda hacer, pero contra los perros sí.
Hace una semana que me mudé al cuarto de atrás, al grande y definitivo. Me mudé cuando me compré la cama matrimonial. En el otro cuarto no tenía cama de ningún tipo, dormí un mes en un colchón prestado de albergue juvenil, de esos que cuando uno se acuesta no queda nada, desaparece la espuma, en el piso. La cama me la compré el día que sentí que la dignidad no estaba más conmigo. Dormir en ese colchón y en el piso me estaba quitando la dignidad.
Hace también una semana vengo desarrollando una intolerancia progresiva hacia los perros. Ya localicé un grupo grande, viven todos juntos en una casa con techo de chapa, al pié del cerro. A veces salen a pasear entre la basura, ya los ví copulando y husmeando entre trastos viejos. Generalmente ladran fuerte, pero a veces se confabulan y empiezan a aullar, todos a la vez, como una invocación perruna para que descienda no sé qué puto dios, dura por lo menos diez minutos el ritual, y tardan sólo otros cinco en empezar a ladrar de nuevo. No duermen, los perros, o tienen el sueño entrecortado. Me levantan a eso de las dos, seis, cuatro, con ladridos, aullidos de ritual o aullidos de pelea, que difieren en intensidad y en tono. Me pregunto cómo nadie hizo nada hasta ahora, porque yo, que vivo hace poco más de un mes en este barrio, estoy dispuesta a matarlos, sin piedad y sin culpa. Estoy resolviendo si envenenarlos o darles con un aire comprimido. La primera opción es más fácil, conseguir carne, un veneno de rata, chumbinho como le dicen acá, y tirar varios pedazos en el terreno baldío por el que pasean, o llegar hasta la puerta de la casa, en algún horario de poca circulación, y arrojar la carne directo al balcón donde ya los ví pararse a ladrar. El aire comprimido tiene más que ver con unas ganas intrínsecas de cagarlos a tiros.
El anonimato está garantizado. Mi plan lo conocen sólo tres personas, que nada dirán. Y para cuando ustedes lean estos, ni los perros ni yo vamos a estar acá.
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