Reconozco que no tengo coraje. Ni para iniciar una larga expedición por el camino de la legalidad, acudiendo a fundaciones de protección de animales, a secretarías de sanidad e higiene, al centro vecinal o algún ente que pueda encargarse de sacar estos perros de mi ventana. Menos coraje tengo para envenenarlos. Son demasiados, sería un genocidio, yo que me erizo ante la muerte de miles por decisión ajena.
Un día me propuse investigar un poco el terreno, como tenía que bajar al centro decidí hacerlo por unas escaleras que nunca había utilizado, descienden directamente al supermercado Mundial, sobre la Rua Riachuelo. Atraviesan caseríos que van declinando en belleza a medida que se va llegando al nivel del mar. Es por esas escaleras que se llega a la casa de los perros, por la calle empedrada que se ve desde la terraza de mi casa, donde hay dos fuscas estacionados y ningún otro auto, y, a veces, algunos chicos jugando, pero nada más. La casa de los perros es la última. Me fui acercando despacio, disimulando cualquier intención, y al llegar a la puerta me encuentro con una chica de mi misma edad. Fue ella quien me preguntó a quién buscaba. A la señora que vive acá. –Mi mamá, contestó. No está. Por qué asunto? Y toda mi pretensión de mentir, de armar una historia para no desenmascarar mi plan alternativo se fue al diablo. Abiertamente le confesé que los perros eran insoportables, le mostré la ventana de dónde vivía, le pregunté qué pensaban hacer al respecto. –Sí, sí, estamos queriendo vender la casa y llevar los perros a otro lado, vos no te querés llevar uno? –no, yo los quiero matar a todos, pensé y respondí que no con un movimiento de cabeza. Me dio su teléfono, yo le di el mío y me fui. Vencida, conmovida y sin máscara que me proteja de ningún plan siniestro.
Desde abajo, los ladridos se escuchan menos.
Más adelante, en una cena compartida en casa, Rodrigo manifestaba lo maquiavélico que era mi plan de mezclar chumbinhos -un infalible veneno mata rata, de venta prohibida, que se vende en algunos puntos de la ciudad- con la mejor carne del vecindario. Un banquete inolvidablemente exquisito y mortal. Contaba que había visto un documental donde mostraban cómo los cachorros agonizaban durante 20 terribles minutos antes de estirar la pata. Por qué en lugar de matarlos no les llevás comida? Me dijo con su tono dulcemente luterano. Los cachorros ladran porque tienen hambre. Transformá tu odio e intolerancia en amor, concluyó. Y mi corazón se sintió tan bien ante la imagen de la bandeja de sobras de comida, calmando las fieras, solucionando el problema en forma por demás correcta, justa y compasiva, que dejé de escuchar los ladridos, por unos días, los perros desaparecieron de mi campo sonoro. Los olvidé por completo.
Un día me propuse investigar un poco el terreno, como tenía que bajar al centro decidí hacerlo por unas escaleras que nunca había utilizado, descienden directamente al supermercado Mundial, sobre la Rua Riachuelo. Atraviesan caseríos que van declinando en belleza a medida que se va llegando al nivel del mar. Es por esas escaleras que se llega a la casa de los perros, por la calle empedrada que se ve desde la terraza de mi casa, donde hay dos fuscas estacionados y ningún otro auto, y, a veces, algunos chicos jugando, pero nada más. La casa de los perros es la última. Me fui acercando despacio, disimulando cualquier intención, y al llegar a la puerta me encuentro con una chica de mi misma edad. Fue ella quien me preguntó a quién buscaba. A la señora que vive acá. –Mi mamá, contestó. No está. Por qué asunto? Y toda mi pretensión de mentir, de armar una historia para no desenmascarar mi plan alternativo se fue al diablo. Abiertamente le confesé que los perros eran insoportables, le mostré la ventana de dónde vivía, le pregunté qué pensaban hacer al respecto. –Sí, sí, estamos queriendo vender la casa y llevar los perros a otro lado, vos no te querés llevar uno? –no, yo los quiero matar a todos, pensé y respondí que no con un movimiento de cabeza. Me dio su teléfono, yo le di el mío y me fui. Vencida, conmovida y sin máscara que me proteja de ningún plan siniestro.
Desde abajo, los ladridos se escuchan menos.
Más adelante, en una cena compartida en casa, Rodrigo manifestaba lo maquiavélico que era mi plan de mezclar chumbinhos -un infalible veneno mata rata, de venta prohibida, que se vende en algunos puntos de la ciudad- con la mejor carne del vecindario. Un banquete inolvidablemente exquisito y mortal. Contaba que había visto un documental donde mostraban cómo los cachorros agonizaban durante 20 terribles minutos antes de estirar la pata. Por qué en lugar de matarlos no les llevás comida? Me dijo con su tono dulcemente luterano. Los cachorros ladran porque tienen hambre. Transformá tu odio e intolerancia en amor, concluyó. Y mi corazón se sintió tan bien ante la imagen de la bandeja de sobras de comida, calmando las fieras, solucionando el problema en forma por demás correcta, justa y compasiva, que dejé de escuchar los ladridos, por unos días, los perros desaparecieron de mi campo sonoro. Los olvidé por completo.
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