30.7.10
28.7.10
Batalla de estilo
27.7.10
5 de 108 sucesos en Rio de Janeiro >> El Fusca (parte III)
Para leer la primera parte de este cuento: click aqui. Y la segunda, aqui.
Al otro día lo llamé a Severino, le anuncié mi inminente interés en el carro y mi imposibilidad de pagar la suma que me pedía, dato real, lo cual le otorgaba a mi discurso el peso de la verdad. En un portugués de pronunciación casi indescifrable para mí, tuvo que repetirme varias veces las razones por las que no podía moverse del valor, que él había pagado 2 mil reales por el auto, y que le había puesto mil quinientos más encima, que él se dedicaba a esto, que ninguno de sus clientes jamás se había quejado de sus adquisiciones y que podía preguntarles a los porteros de la cuadra, dos de ellos, compradores de fuscas de Severino. A mí el gordo me inspiraba ternura, y hasta lástima, encontraba graciosa su forma de hablar y confiable el hecho de ser de Paraíba, confieso que sus lloriqueos me convencían de que el precio era justo y que sólo me salvaba el hecho de no contar con esa suma. Me rebajó a 3.300 y me pareció bien, en mi condición de regateadora practicante, sumado el aliciente de mis raíces judías, quedé conforme con la rebaja. Mi amigo Rodrigo, con quien comparto la casa, brasilero, curitibano, luterano y gay, no pensó lo mismo. Le parecía caro y me aconsejaba buscar con más calma, recomendación que no sólo no podía seguir sino que me sacaba de quicio por el hecho de que él ni siquiera tiene auto, ni gusta de los autos, ni le había dado un vistazo a mi futuro auto. Toda esta información me permitía eximirme de acatar los consejos de una persona que no solo me infunde respeto sino que me demuestra permanentemente tener la razón. Mi amigo Daniel, en cambio, quedó encantado con la idea y el test del franchute pareció ser la garantía que necesitábamos para finiquitar la operación y motorizarme de una buena vez.
Al otro día lo llamé a Severino, le anuncié mi inminente interés en el carro y mi imposibilidad de pagar la suma que me pedía, dato real, lo cual le otorgaba a mi discurso el peso de la verdad. En un portugués de pronunciación casi indescifrable para mí, tuvo que repetirme varias veces las razones por las que no podía moverse del valor, que él había pagado 2 mil reales por el auto, y que le había puesto mil quinientos más encima, que él se dedicaba a esto, que ninguno de sus clientes jamás se había quejado de sus adquisiciones y que podía preguntarles a los porteros de la cuadra, dos de ellos, compradores de fuscas de Severino. A mí el gordo me inspiraba ternura, y hasta lástima, encontraba graciosa su forma de hablar y confiable el hecho de ser de Paraíba, confieso que sus lloriqueos me convencían de que el precio era justo y que sólo me salvaba el hecho de no contar con esa suma. Me rebajó a 3.300 y me pareció bien, en mi condición de regateadora practicante, sumado el aliciente de mis raíces judías, quedé conforme con la rebaja. Mi amigo Rodrigo, con quien comparto la casa, brasilero, curitibano, luterano y gay, no pensó lo mismo. Le parecía caro y me aconsejaba buscar con más calma, recomendación que no sólo no podía seguir sino que me sacaba de quicio por el hecho de que él ni siquiera tiene auto, ni gusta de los autos, ni le había dado un vistazo a mi futuro auto. Toda esta información me permitía eximirme de acatar los consejos de una persona que no solo me infunde respeto sino que me demuestra permanentemente tener la razón. Mi amigo Daniel, en cambio, quedó encantado con la idea y el test del franchute pareció ser la garantía que necesitábamos para finiquitar la operación y motorizarme de una buena vez.
Lo pensé mejor, sólo pagaría 3 mil reales, si aceptaba, es porque tenía que ser, y sino, seguiría buscando. Para sonar más convincente con mi oferta inventé que debería pagar trescientos reales a la persona que pondría el auto a su nombre porque yo no podía hacerlo sin CPF, el documento más importante de Brasil, más que el de identidad. Lo que en parte era cierto, porque el auto iría a nombre de Daniel. Severino me lloró un rato, me repitió todo lo que había gastado con ese auto, me confesó que saldría perdiendo con esta transacción y aceptó.
Al día siguiente, viernes de nochecita, junto con Daniel, fuimos a buscarlo. Llovía escandalosamente, y el viernes con su tránsito mundialmente atestado, se hacía notar en la ciudad. Llegamos con el fardo de billetes, todos los que tenía, y los cambiamos por el escarabajo amarillo, Daniel completó los papeles, Severino me entregó la llave y se llevó el pasacasette, me dijo que me dejaba un tarrito de silicona en la guantera para sacarle brillo al tablero, nos dimos un apretón de manos y nos fuimos. A Leblon, concordamos, y tomamos por la Praia de Botafogo hasta el shopping RioSul. Y no recuerdo de quién fue la idea de tomar el atajo que cae directo en Copacabana, uno que sube la montaña y que es zona militar. El atajo, como el resto de Río, sostenía una fila infinita de autos que avanzaban muy de vez en cuando.
En la cuesta las cubiertas de los autos rechinaban con cada arranque, y asumo que el fusca debía estar haciendo lo mismo, una, dos, tres veces, puse primera y adelanté unos pocos metros, hasta que el pobre cedió y no volvió a arrancar. Atrás la fila de autos no tenía fin, mi pie no conseguía mantener apretado el freno que por suerte andaba bien. Daniel tuvo que bajarse y guiarme entre los vehículos que se abrían paso para ir deshaciendo el camino, de cola y cuesta abajo. Pensamos que se había quedado sin nafta, porque la aguja del marcador llegaba casi al fondo y nos maldijimos por no haber cargado a tiempo. Entre los nervios y la tentación por lo ridículo y triste de la situación, logramos estacionar el maldito auto al lado del cordón y llamar al maldito Severino, quien por lo menos se mostró preocupado y tomó un colectivo para llegar hasta donde nos quedamos empapándonos. Abrió la puerta del motor y tocó las pocas piezas que siempre se tocan primero, los 5 cables del alternador, las únicas que siempre le vi tocar. Todos los cables en su lugar. Le transmitimos nuestra postura de que seguro el coche se había quedado sin nafta, y aceptándola a medias, se ofreció para ir a buscar. Volvió al rato con una botella, vertió el contenido en la boca de combustible y aspiró la manguera de paso de nafta para hacerla llegar. Nada, ni muestras de querer arrancar. -Debe ser la bovina, dijo. Empujaron el auto y teniéndolo en segunda logré ponerlo en marcha, una vez los tres arriba seguimos viaje hasta la estación de servicio para cargar más. Pero aunque el tanque tuviera 20 reales encima, hubo que volver a empujar. Severino, desconcertado, propuso llevarse el auto para que lo vea su mecánico, allá donde él vive, en un morro a 50 kilómetros de la ciudad. Accedí obviamente y le pedí la devolución del dinero. Y una vez que estuvo todo como al comienzo de la transacción, nos subimos a la camioneta de Daniel y nos fuimos mojados hasta la médula a Leblon, a comer una casquinha de gallina al BB Lanches.
Al día siguiente, viernes de nochecita, junto con Daniel, fuimos a buscarlo. Llovía escandalosamente, y el viernes con su tránsito mundialmente atestado, se hacía notar en la ciudad. Llegamos con el fardo de billetes, todos los que tenía, y los cambiamos por el escarabajo amarillo, Daniel completó los papeles, Severino me entregó la llave y se llevó el pasacasette, me dijo que me dejaba un tarrito de silicona en la guantera para sacarle brillo al tablero, nos dimos un apretón de manos y nos fuimos. A Leblon, concordamos, y tomamos por la Praia de Botafogo hasta el shopping RioSul. Y no recuerdo de quién fue la idea de tomar el atajo que cae directo en Copacabana, uno que sube la montaña y que es zona militar. El atajo, como el resto de Río, sostenía una fila infinita de autos que avanzaban muy de vez en cuando.
En la cuesta las cubiertas de los autos rechinaban con cada arranque, y asumo que el fusca debía estar haciendo lo mismo, una, dos, tres veces, puse primera y adelanté unos pocos metros, hasta que el pobre cedió y no volvió a arrancar. Atrás la fila de autos no tenía fin, mi pie no conseguía mantener apretado el freno que por suerte andaba bien. Daniel tuvo que bajarse y guiarme entre los vehículos que se abrían paso para ir deshaciendo el camino, de cola y cuesta abajo. Pensamos que se había quedado sin nafta, porque la aguja del marcador llegaba casi al fondo y nos maldijimos por no haber cargado a tiempo. Entre los nervios y la tentación por lo ridículo y triste de la situación, logramos estacionar el maldito auto al lado del cordón y llamar al maldito Severino, quien por lo menos se mostró preocupado y tomó un colectivo para llegar hasta donde nos quedamos empapándonos. Abrió la puerta del motor y tocó las pocas piezas que siempre se tocan primero, los 5 cables del alternador, las únicas que siempre le vi tocar. Todos los cables en su lugar. Le transmitimos nuestra postura de que seguro el coche se había quedado sin nafta, y aceptándola a medias, se ofreció para ir a buscar. Volvió al rato con una botella, vertió el contenido en la boca de combustible y aspiró la manguera de paso de nafta para hacerla llegar. Nada, ni muestras de querer arrancar. -Debe ser la bovina, dijo. Empujaron el auto y teniéndolo en segunda logré ponerlo en marcha, una vez los tres arriba seguimos viaje hasta la estación de servicio para cargar más. Pero aunque el tanque tuviera 20 reales encima, hubo que volver a empujar. Severino, desconcertado, propuso llevarse el auto para que lo vea su mecánico, allá donde él vive, en un morro a 50 kilómetros de la ciudad. Accedí obviamente y le pedí la devolución del dinero. Y una vez que estuvo todo como al comienzo de la transacción, nos subimos a la camioneta de Daniel y nos fuimos mojados hasta la médula a Leblon, a comer una casquinha de gallina al BB Lanches.
20.7.10
RIOscenaXXI :: una vuelta por la vanguardia musical en Rio de Janeiro >> Otto en el Circo Voador
RIOscenaXXI llega a su 10º episodio y en el mundo de las posibilidades, donde podríamos estar en cualquier lugar del mundo, Rio no Mapa y Botocarioca, el sábado 3 de julio, no perdieron tiempo y eligieron el templo sagrado de la música carioca, el Circo Voador, en Lapa, repleto de personas agradables, lindas y con mucha onda, para ver el recital de un cantante nota 10, uno de los mejores del planeta. Nordestino, pernambucano, uno de los fundadores del Movimiento Manguebeat, sólo vive rodeado de mujeres hermosas y de músicos de la mejor calidad. Acertó quien pensó en OTTO. Su música mistura electrónico con ritmos brasileños y el resultado es un sonido altamente danzante, con una sonoridad impecable. Ya fue integrante de la banda Mundo Livre SA, partiendo para su carrera de solista en 1998, con el álbum "Samba pra Burro". En 2001 lanzó "Condom Black". Pasaron dos años y vino "Sem Gravedade". Su último trabajo, intitulado "Certa Manhã Acordei de Sonhos Intranquilos”, es reciente, salió en el 2009.
Quien fue al show se dio bien, porque OTTO hizo una recolección de sus cuatro álbums. Cantó “Crua”, “Janaína”, “Saudade”, “Naquela Mesa”, “Filha”, del disco “Certa Manhã...”. “Lavanda”, “Dedo de Deus”, “Prá ser só Minha Mulher”, de “Sem Gravidade”. “Cuba”, “Condom Black” de “ Condon Black”. “O Celular de Naná”, “Ciranda de maluco”, “Bob”, “Cabo”, “Renault/Pegeot” de “Samba pra Burro”. De yapa. tocó “Da Lama ao Caos” de Chico Science y Nação Zumbi.
La noche fue abrillantada por una grata sorpresa, la paulista Tulipa Ruiz abriendo los trabajos. Hizo un óptimo show! y pensar que era su primera vez fuera de São Paulo. Espero ansiosamente su retorno.
OTTO, los músicos que forman tu banda son impecables, pero realmente no puedo dejar de rendir homenaje al Maestro Bactéria, al comando de los teclados, el tipo es único en su especie.
El registro de la noche quedó, como siempre, bajo la responsa de Ana Schlimovich. Sus clicks son realmente majestuosos. Vea el álbum abajo:
El registro de la noche quedó, como siempre, bajo la responsa de Ana Schlimovich. Sus clicks son realmente majestuosos. Vea el álbum abajo:
texto: botocarioca (gracias boto)
18.7.10
Los taxis
... los taxistas, con sus bracitos colgando del lado de afuera de la puerta, como si llevaran el taxi debajo del brazo, como un diario doblado. (El Fusca, Parte I)
5 de 108 sucesos en Rio de Janeiro >> El Fusca (parte II)
Para leer la primera parte de este cuento: click aqui
El fusca amarillo andaba mejor, mucho mejor diría yo, que no puedo decir mucho porque no conozco de autos, aunque los manejo desde hace años, pero nunca un auto que tuviera mi edad. Me gustó, le dije a Severino que lo iba a pensar.Después de ese día me olvidé del tema, salí de viaje unos días pensando que otra vez dejaría pasar una buena oportunidad. Pero al volver, el patito seguía estacionado en la puerta del edificio de Erika, brillante, encantador. Decidí que lo mejor era que lo viese alguien que entendiera no sólo de autos, sino de fuscas, y me puse en contacto con Baptiste, un francés estudiante de arquitectura fanático de la línea de vehículos alemana. Él mismo se había comprado un fusca en Rio y cuando le conté de mis ganas de adquirir uno, se ofreció cabalmente a ayudarme con la elección. Pasé por el edificio para dejar avisado que al día siguiente iría con mi mecánico a ver el autito, feliz por la sensación que me propiciaba hacer las cosas como se debe. A las seis de la tarde me sorprendí al ver llegar a Baptiste puntulmente al punto de encuentro que habíamos combinado, la boca del metro de la estación Gloria. Como el metro nos dejaba lejos tomamos un ómnibus y saltamos a poca distancia del edificio de Erika, y de mi promisorio fusquita, que seguía paradito como siempre. El que no estaba era Severino, llegaría daqui a pouco me decían sus colegas, socarrones. Fuimos a esperar a un barcito, donde invité algunas cervezas a modo de agradecimiento y charlamos sobre nuestro corto pasado carioca. Baptiste, es el tipo de francés desaliñado y bien parecido, tan ávido de quitarse la etiqueta parisina como imposibilitado para hacerlo. Me gustaba superficialmente, su cara cuadrada, sus ojos grandes, almendrados, su boca perfecta, su encantador acento que hacía sonar el português todavía más lindo. La cerveza y la libido empezaban a subirse juntas a mi cabeza, pero bastó bajar la vista, recorriendo el atuendo de feria americana, con pocos lavados, e indefectiblemente terminé imaginando el olor de sus calzoncillos y ahí se me terminó la pasión. Volvimos a eso de las ocho para ver si dábamos con Severino. Allí estaba el gordito con cara de bonachón, con llave a mano y disposición. Baptiste se tiró al suelo para revisar el fusca por debajo, de noche, y en la oscura calle Rui Barbosa, calculo que poco habrá podido ver. Pidió para abrir la puerta del motor, que en los fuscas está atrás, y se aferró con fuerza a ese disco redondo que gira cuando el motor está en marcha, manipulado por una cinta gruesa de goma. La importancia de que el disco estuviera firme parecía vital. Estaba. Nos subimos los tres al auto -yo al volante- para sentir el andar. Todavía me costaba meter la tercera, que estaba mucho más a la derecha de lo usual, pero de no ser por eso el auto ya se me había vuelto familiar. El motor soportó la velocidad sin chistar, y Baptiste afirmaba con la cabeza sobre el buen estado del volkswagen, dándome vía libre para seguir adelante con la negociación.Nos fuimos juntos en el Metro, conversando de cualquier cosa, él con la satisfacción de sentirse entendido en un tópico y consultado por ello y yo tranquila con su veredicto sobre mi posible futuro primer auto en Brasil.
16.7.10
15.7.10
5 de 108 sucesos en Rio de Janeiro >> El Fusca (parte I)
-Seguro que fue taxi. Fue lo primero que me dijo Erika cuando vio el auto. Y en seguida, - esa rueda está tuerta, la viste? No, no la había visto, ni eso ni ninguna otra cosa. Estaba ciega, empecinada en comprar un auto, un fusca, un escarabajo, más que un auto. La compulsión me vino cuando vi que la idea de la moto en Río de Janeiro no iba a ser una buena idea. Una lástima, la ciudad es perfecta para andar en moto, por el clima, el paisaje, las distancias y el tránsito, perfectamente peligrosa. Si yo fuera un ladrón y viese una chica como yo parada en un semáforo, me lanzaría encima sin vacilar. Soy la carnada perfecta. De todas formas la idea, el ideal de la moto, sigue recreándose en mi cabeza. Pero en un rapto de cordura decidí acariocarme un poco más, contar cuántas mujeres andan en moto y esperar que baje el precio de la Honda Biz.
Mientras tanto, me obsesioné con el único fusca de Río de Janeiro que tiene el mismo amarillo patito que los taxis. Con lo que detesto los taxis, histórica y mundialmente, no soy persona de taxi, soy persona de auto propio desde los 13 años, hija de un señor que prefiere tener auto que casa. En la familia, no se tomaba taxi, se manejaba. Después, cuando me mudé a Buenos Aires, manejando entre los taxis, desarrollé una aprensión por el universo del taxi, por los taxistas con sus bracitos colgando del lado de afuera de la puerta, como si llevaran el taxi debajo del brazo, como un diario doblado. Ese bracito que se levanta lento y anuncia un giro a la izquierda en plena Avenida Corrientes, desde el carril más diestro de todos, como si el bracito los absolviera de hacer esa tremenda hijaputez de querer atravesar la calle toda cuando es imposible hacerlo. Lo hacen, doblan, como si nada y ni siquiera dan las gracias. Rajan, para no escuchar la cantidad de puteadas. En el fondo, les gusta, que los pueteen, es una forma de reconocimiento a la que responden con una entrenada indiferencia.
En Río, los taxis son amarillo patito, como mi fusca. Había tres en la cuadra el día que le conté al portero del edificio de Erika que quería comprarme uno. Uno bordó, tunneado al estilo Brazil, la película Brazil, de Terry Gilliam, lleno de mangueras gruesas conectando el motor con no sé qué cosa, unos paragolpes de buggy, vidrios polarizados a negro y faros de fórmula uno. Ese, claro, no estaba a la venta. El otro fusca blanquito, con sus varillas metálicas a los lados de las puertas, bien parado, como dicen los que entienden de autos, prolijo pero no reluciente, ese tampoco estaba. Era el patito el que se vendía, según me dijo el portero que es igual al portero del otro turno, y por eso nunca puedo llamarlo por el nombre, porque el único nombre que me acuerdo es Manuel, y no sé cuál de los dos porteros es Manuel.
El patito estaba a la venta y se notaba porque brillaba, porque le habían sacado todo el lustre posible para venderlo por todos los reales posibles. Y en el vidrio delantero, esa vainilla transparente que no supera los treinta centímetros, estaba pegado Jesús, en letra gótica blanca, tapando la mitad de la visión. Me acerqué para verlo, asientos nuevos, de tela cuadrillé. Me entusiasmé.
- Es el portero del 28, me dijo Manuel o su doble. - Vai lá ver si está. Estaba, justo ese sábado a las 2 de la tarde, Severino, que trabaja de noche, estaba. Salió con la llave Severino, paraibano, regordete, de edad incierta, tranquilamente podría tener entre 25 y 45. Papeles al día, motor 1.600, modelo 75. Uno menos que yo. Lo abrió, lo encendió y me lo ofreció para manejar. Sin saber quién soy. – Cuánto cuesta? Tres mil quinientos, y no me pareció mal. Me senté, me corrió el asiento hasta dejarlo casi abajo del volante, para que pudiera llegar a los pedales. Es profundo el fusca, lo mismo que el recorrido de los pedales.
Era la segunda vez que manejaba un fusca, el primero lo fui a ver con mi amigo Daniel, un loco de los autos que no entiende absolutamente nada de autos, que vive en Río hace cuatro años. A él le parecía tan barato el pobre carro que quería que me lo comprara así sin más, porque era blanco, y tenía un polarizado medio y una calcomanía celeste que hacía el mismo recorrido que la varilla metálica de la puerta, imitándola, reemplazándola, dándole un aire de fusca surfista, canchero. Di una vuelta y me pareció un tractor. Así son los fusca me decía el uruguayo que iba sentado al lado mío y se negaba a hablar en español. 2.600 pedían. No lo compré, y nunca más volví a esa plaza de venta pública de autos particulares, bien al fondo de la Avenida Brasil, donde llegué por indicación de un taxista, una vez que no me quedó otra opción que volver en taxi de noche.
8.7.10
El exorcismo del sofá
Hace un buen tiempo alguien muy querido me regaló su enorme sofá. Y con el sofá vinieron aparejados varios disgustos que hicieron que mi sentimiento por el mastodonte fuera predominantemente negativo, además de que el estado del mismo ya mostraba cierta decadencia: quemaduras de cigarrillo, cierres rotos, tapizado gastado. Eso acrecentaba mi disgusto para con él.
Un buen día una amiga me dio la idea de pintarlo con aerosol, igual a como Charly García pintaba sus jeans de plateado. Era una posibilidad, pero no me convencía, iba a quedar demasiado tosco, demasiado obvio el hecho de querer tapar lo que hay abajo. Más tarde otro amigo mejoró la idea y me sugirió que usara la técnica de Jackson Pollock, y eso fue lo que hice durante los 7 días en que fui poseida por una fiebre descomunal. Al mismo tiempo que iba curándome del virus, el sofá y sus emanaciones energéticas hacían otro tanto.
Compré una linda tela, cosí las fundas (usando los cierres de las fundas anteriores, con deslizadores nuevos) y cha chan... tengo un sillón nuevo, salpicado con restos de pinturas varias que habían sobrado de la obra de mi casa. Reciclar, transformar lo viejo, lo desgastado, lo que no nos gusta, en algo nuevo y útil, es una de las sensaciones que más satisfacción me producen.
Un buen día una amiga me dio la idea de pintarlo con aerosol, igual a como Charly García pintaba sus jeans de plateado. Era una posibilidad, pero no me convencía, iba a quedar demasiado tosco, demasiado obvio el hecho de querer tapar lo que hay abajo. Más tarde otro amigo mejoró la idea y me sugirió que usara la técnica de Jackson Pollock, y eso fue lo que hice durante los 7 días en que fui poseida por una fiebre descomunal. Al mismo tiempo que iba curándome del virus, el sofá y sus emanaciones energéticas hacían otro tanto.
Compré una linda tela, cosí las fundas (usando los cierres de las fundas anteriores, con deslizadores nuevos) y cha chan... tengo un sillón nuevo, salpicado con restos de pinturas varias que habían sobrado de la obra de mi casa. Reciclar, transformar lo viejo, lo desgastado, lo que no nos gusta, en algo nuevo y útil, es una de las sensaciones que más satisfacción me producen.
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