27.7.10

5 de 108 sucesos en Rio de Janeiro >> El Fusca (parte III)

Para leer la primera parte de este cuento: click aqui. Y la segunda, aqui.

Al otro día lo llamé a Severino, le anuncié mi inminente interés en el carro y mi imposibilidad de pagar la suma que me pedía, dato real, lo cual le otorgaba a mi discurso el peso de la verdad. En un portugués de pronunciación casi indescifrable para mí, tuvo que repetirme varias veces las razones por las que no podía moverse del valor, que él había pagado 2 mil reales por el auto, y que le había puesto mil quinientos más encima, que él se dedicaba a esto, que ninguno de sus clientes jamás se había quejado de sus adquisiciones y que podía preguntarles a los porteros de la cuadra, dos de ellos, compradores de fuscas de Severino. A mí el gordo me inspiraba ternura, y hasta lástima, encontraba graciosa su forma de hablar y confiable el hecho de ser de Paraíba, confieso que sus lloriqueos me convencían de que el precio era justo y que sólo me salvaba el hecho de no contar con esa suma. Me rebajó a 3.300 y me pareció bien, en mi condición de regateadora practicante, sumado el aliciente de mis raíces judías, quedé conforme con la rebaja. Mi amigo Rodrigo, con quien comparto la casa, brasilero, curitibano, luterano y gay, no pensó lo mismo. Le parecía caro y me aconsejaba buscar con más calma, recomendación que no sólo no podía seguir sino que me sacaba de quicio por el hecho de que él ni siquiera tiene auto, ni gusta de los autos, ni le había dado un vistazo a mi futuro auto. Toda esta información me permitía eximirme de acatar los consejos de una persona que no solo me infunde respeto sino que me demuestra permanentemente tener la razón.
 Mi amigo Daniel, en cambio, quedó encantado con la idea y el test del franchute pareció ser la garantía que necesitábamos para finiquitar la operación y motorizarme de una buena vez.
Lo pensé mejor, sólo pagaría 3 mil reales, si aceptaba, es porque tenía que ser, y sino, seguiría buscando. Para sonar más convincente con mi oferta inventé que debería pagar trescientos reales a la persona que pondría el auto a su nombre porque yo no podía hacerlo sin CPF, el documento más importante de Brasil, más que el de identidad. Lo que en parte era cierto, porque el auto iría a nombre de Daniel. Severino me lloró un rato, me repitió todo lo que había gastado con ese auto, me confesó que saldría perdiendo con esta transacción y aceptó.
Al día siguiente, viernes de nochecita, junto con Daniel, fuimos a buscarlo. Llovía escandalosamente, y el viernes con su tránsito mundialmente atestado, se hacía notar en la ciudad. Llegamos con el fardo de billetes, todos los que tenía, y los cambiamos por el escarabajo amarillo, Daniel completó los papeles, Severino me entregó la llave y se llevó el pasacasette, me dijo que me dejaba un tarrito de silicona en la guantera para sacarle brillo al tablero, nos dimos un apretón de manos y nos fuimos. A Leblon, concordamos, y tomamos por la Praia de Botafogo hasta el shopping RioSul. Y no recuerdo de quién fue la idea de tomar el atajo que cae directo en Copacabana, uno que sube la montaña y que es zona militar. El atajo, como el resto de Río, sostenía una fila infinita de autos que avanzaban muy de vez en cuando.
En la cuesta las cubiertas de los autos rechinaban con cada arranque, y asumo que el fusca debía estar haciendo lo mismo, una, dos, tres veces, puse primera y adelanté unos pocos metros, hasta que el pobre cedió y no volvió a arrancar. Atrás la fila de autos no tenía fin, mi pie no conseguía mantener apretado el freno que por suerte andaba bien. Daniel tuvo que bajarse y guiarme entre los vehículos que se abrían paso para ir deshaciendo el camino, de cola y cuesta abajo. Pensamos que se había quedado sin nafta, porque la aguja del marcador llegaba casi al fondo y nos maldijimos por no haber cargado a tiempo. Entre los nervios y la tentación por lo ridículo y triste de la situación, logramos estacionar el maldito auto al lado del cordón y llamar al maldito Severino, quien por lo menos se mostró preocupado y tomó un colectivo para llegar hasta donde nos quedamos empapándonos. Abrió la puerta del motor y tocó las pocas piezas que siempre se tocan primero, los 5 cables del alternador, las únicas que siempre le vi tocar. Todos los cables en su lugar. Le transmitimos nuestra postura de que seguro el coche se había quedado sin nafta, y aceptándola a medias, se ofreció para ir a buscar. Volvió al rato con una botella, vertió el contenido en la boca de combustible y aspiró la manguera de paso de nafta para hacerla llegar. Nada, ni muestras de querer arrancar. -Debe ser la bovina, dijo. Empujaron el auto y teniéndolo en segunda logré ponerlo en marcha, una vez los tres arriba seguimos viaje hasta la estación de servicio para cargar más. Pero aunque el tanque tuviera 20 reales encima, hubo que volver a empujar. Severino, desconcertado, propuso llevarse el auto para que lo vea su mecánico, allá donde él vive, en un morro a 50 kilómetros de la ciudad. Accedí obviamente y le pedí la devolución del dinero. Y una vez que estuvo todo como al comienzo de la transacción, nos subimos a la camioneta de Daniel y nos fuimos mojados hasta la médula a Leblon, a comer una casquinha de gallina al BB Lanches.

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