-Seguro que fue taxi. Fue lo primero que me dijo Erika cuando vio el auto. Y en seguida, - esa rueda está tuerta, la viste? No, no la había visto, ni eso ni ninguna otra cosa. Estaba ciega, empecinada en comprar un auto, un fusca, un escarabajo, más que un auto. La compulsión me vino cuando vi que la idea de la moto en Río de Janeiro no iba a ser una buena idea. Una lástima, la ciudad es perfecta para andar en moto, por el clima, el paisaje, las distancias y el tránsito, perfectamente peligrosa. Si yo fuera un ladrón y viese una chica como yo parada en un semáforo, me lanzaría encima sin vacilar. Soy la carnada perfecta. De todas formas la idea, el ideal de la moto, sigue recreándose en mi cabeza. Pero en un rapto de cordura decidí acariocarme un poco más, contar cuántas mujeres andan en moto y esperar que baje el precio de la Honda Biz.
Mientras tanto, me obsesioné con el único fusca de Río de Janeiro que tiene el mismo amarillo patito que los taxis. Con lo que detesto los taxis, histórica y mundialmente, no soy persona de taxi, soy persona de auto propio desde los 13 años, hija de un señor que prefiere tener auto que casa. En la familia, no se tomaba taxi, se manejaba. Después, cuando me mudé a Buenos Aires, manejando entre los taxis, desarrollé una aprensión por el universo del taxi, por los taxistas con sus bracitos colgando del lado de afuera de la puerta, como si llevaran el taxi debajo del brazo, como un diario doblado. Ese bracito que se levanta lento y anuncia un giro a la izquierda en plena Avenida Corrientes, desde el carril más diestro de todos, como si el bracito los absolviera de hacer esa tremenda hijaputez de querer atravesar la calle toda cuando es imposible hacerlo. Lo hacen, doblan, como si nada y ni siquiera dan las gracias. Rajan, para no escuchar la cantidad de puteadas. En el fondo, les gusta, que los pueteen, es una forma de reconocimiento a la que responden con una entrenada indiferencia.
En Río, los taxis son amarillo patito, como mi fusca. Había tres en la cuadra el día que le conté al portero del edificio de Erika que quería comprarme uno. Uno bordó, tunneado al estilo Brazil, la película Brazil, de Terry Gilliam, lleno de mangueras gruesas conectando el motor con no sé qué cosa, unos paragolpes de buggy, vidrios polarizados a negro y faros de fórmula uno. Ese, claro, no estaba a la venta. El otro fusca blanquito, con sus varillas metálicas a los lados de las puertas, bien parado, como dicen los que entienden de autos, prolijo pero no reluciente, ese tampoco estaba. Era el patito el que se vendía, según me dijo el portero que es igual al portero del otro turno, y por eso nunca puedo llamarlo por el nombre, porque el único nombre que me acuerdo es Manuel, y no sé cuál de los dos porteros es Manuel.
El patito estaba a la venta y se notaba porque brillaba, porque le habían sacado todo el lustre posible para venderlo por todos los reales posibles. Y en el vidrio delantero, esa vainilla transparente que no supera los treinta centímetros, estaba pegado Jesús, en letra gótica blanca, tapando la mitad de la visión. Me acerqué para verlo, asientos nuevos, de tela cuadrillé. Me entusiasmé.
- Es el portero del 28, me dijo Manuel o su doble. - Vai lá ver si está. Estaba, justo ese sábado a las 2 de la tarde, Severino, que trabaja de noche, estaba. Salió con la llave Severino, paraibano, regordete, de edad incierta, tranquilamente podría tener entre 25 y 45. Papeles al día, motor 1.600, modelo 75. Uno menos que yo. Lo abrió, lo encendió y me lo ofreció para manejar. Sin saber quién soy. – Cuánto cuesta? Tres mil quinientos, y no me pareció mal. Me senté, me corrió el asiento hasta dejarlo casi abajo del volante, para que pudiera llegar a los pedales. Es profundo el fusca, lo mismo que el recorrido de los pedales.
Era la segunda vez que manejaba un fusca, el primero lo fui a ver con mi amigo Daniel, un loco de los autos que no entiende absolutamente nada de autos, que vive en Río hace cuatro años. A él le parecía tan barato el pobre carro que quería que me lo comprara así sin más, porque era blanco, y tenía un polarizado medio y una calcomanía celeste que hacía el mismo recorrido que la varilla metálica de la puerta, imitándola, reemplazándola, dándole un aire de fusca surfista, canchero. Di una vuelta y me pareció un tractor. Así son los fusca me decía el uruguayo que iba sentado al lado mío y se negaba a hablar en español. 2.600 pedían. No lo compré, y nunca más volví a esa plaza de venta pública de autos particulares, bien al fondo de la Avenida Brasil, donde llegué por indicación de un taxista, una vez que no me quedó otra opción que volver en taxi de noche.
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