El sábado amaneció radiante, y yo otro tanto. Finalmente era propietaria de un auto, un fusca! según Daniel me quedaba hermoso el modelito. Tenía que ir a Tijuca, un barrio tradicional de la clase media de Río, adonde nunca había ido. El patito me esperaba tal como lo había dejado. Encendió de primera y nada le costó descender la cuesta, sus frenos eran infalibles, yo cantaba, sonreía, aspiraba con gusto el aire cálido de un día que prometía alcanzar los treinta y largos grados. Bajé por la calle de mi casa, la Rua Joaquim Murtinho, por donde pasa el bondinho, el único tranvía de Brasil que todavía rueda y lo hace nada menos que por la puerta de mi casa. Llegué hasta Lapa y tomé la Mem de Sá, la calle que me dejaría recto en el corazón de Tijuca, donde tenía que ir a ver una prometedora cama que compré por Mercado Libre, sin foto, pero con una favorabilísima descripción. Un poco antes de llegar a Praça Vermelha, paré a comprar yeso en una casa de materiales de constucción, estaba en época de construcción de mi futuro cuarto permanente y quería recauchutar la pared donde se ubicaría la cabecera de la cama. Auto nuevo, cuarto nuevo, fuerzas renovadas. Cuando volví al fusca el maldito no arrancó. Ni la primera, ni la segunda, ni la tercera ni ninguna de las veces que le di marcha. Bueno, calma, me dije, no pasa nada. Y le pedí a unos muchachos que me empujaran, se juntaron unos tres y al segundo intento el autito arrancó despidiendo unos ruidos extrañísimos, como unas explosiones secas, como si el patito estuviera tosiendo fuerte, echando hacia afuera su catarro añejo. Agradecí con la mano estirada fuera de la ventana y seguí camino con un dejo de rabia y preocupación. Emociones que aumentaban a medida que el asiento iba poquito a poco deslizándose hacia atrás, hasta que ya no llegaba a los pedales por más que me recostara, aferrándome al volante como único medio de sujeción. Reacomodar la butaca significaba tironear hacia adelante y hacia arriba con pequeños saltitos, a la larga llegaba al tope y apretaba la palanca que supuestamente impediría que el asiento se moviera del lugar, pero la distancia elegida duraba cada vez menos, lo que aumentaba mi enojo y mi transpiración.
Llegué finalmente a Tijuca, un barrio de casas y cuadras arboladas, no fue ningún problema encontrar la dirección. Me atendió una señora, la madre del vendedor, que me hizo pasar hasta el cuarto donde se encontraba mi futura cama. O mi portugues era realmente escaso o la descripción del chico era una farsa, producto de su imaginación y sus artilugios de venta. O mi característica compulsividad a la hora de comprar cuando necesitaba de alguna cosa me cegaba ante la realidad, de la cama, del fusca. Probablemente un poco de todo, pero la cama de caoba brillante con una línea dorada coronando la cabecera, parecida a la línea metálica que le faltaba al fusca blanco de la plaza de venta pública, fue demasiado. La amable señora seguía hablando sobre las virtudes de la cama cuando yo me di la vuelta y rápidamente le agradecí su atención y le expliqué que el producto simplemente no colmaba mis expectativas.
Subí al fusca, acalorada bajo el sol del casi mediodía, furiosa por mi ingenuidad y esa impulsividad incontenible que absolutamente siempre terminaba en una gran pérdida de, en el mejor de los casos, tiempo.
No arrancó. El maldito autito no arrancó. Tuve que esperar un buen rato a que pasara alguien que no solo quisiera sino que pudiera empujar. El barrio parecía ser habitado por personas mayores o mujeres paseando hijos en carritos, ningún hombre apto para las tareas de fuerza decidió caminar ese sábado por esa tranquila callecita de Tijuca. Respiré hondo varias veces conteniendo las lágrimas que los vidrios sin polarizar dejarían liberadas a la vista de los inútiles transeúntes. Salí del auto porque estar adentro me hacía odiarlo más, pero principalmente porque el calor era insoportable. En eso pasa una pareja de amigos con los músculos suficientes para empujarme unas buenas cuadras. Les pedí ayuda con mi más encantador sutaque extranjero, mirándolos más a los brazos forzudos que a los ojos, y como mi plegaria fue casi una órden, no les quedó opción. Arrancó enseguida el fusquita y cuando quise sacar la mano por la ventanilla para agradecer el esfuerzo tuve que retener el gesto porque me había quedado con el volante en la mano. El volante y todo el cuerpo metálico que lo sostiene se había arrancado de cuajo. La puta que te recontra parió Severino del orto. Y todas las malas palabras aprendidas se me salían como espuma por la boca, sumado el miedo, el desconcierto y la desolación por haber adquirido una verdadera chatarra de color taxi.
Llegué al centro sosteniendo el volante, haciendo maniobras inadmisibles para conducir el carro, rezando para que encima no se apagara. Pero lo hizo. El auto sin volante además se apagó. Y un señor salió a mi rescate como un mecánico alado salido de algún mágico lugar, algo más significativo que un ángel para mí, en ese momento, en ese estado. Buscó sus herramientas en su auto y ajustó el tornillo caído que sostenía todo el aparataje del volante, un largo y único tornillo que ni siquiera tenía tuerca. Cuando le dije que lo había comprado el día anterior me miró con una seriedad que no dejaba claro si estaba esperando que yo le dijera que era broma o si estaba apavorado por mi incredulidad. En todo caso, me preguntó si no lo había hecho revisar antes, y al recordar la cantidad de ojos que pasaron por la aprobación y desaprobación del auto, tartamudeé y ni sé lo que le contesté. Antes de ayudarme a empujar para que arranque, el ángel de la llave Nro 12 me pidió mi teléfono y mi dirección de orkut. Ante mi negativa dupla no le quedó otra que empujar igual, con otros dos a los que acopló a la misiva. Subí alguna de las cuestas que me llevaban a lo alto de mi barrio, laberintos ascendentes que yo no conocía y que me encontraban al momento en una posición desfavorable para descubrir el acertijo. Me perdí tantas veces como las que el auto se apagó. Llegué a mi casa con la cara y el temple tan desencajados como el volante de la inútil chatarra con la que me podría haber matado.
El paraibano no atendió el teléfono en ese día sabático. Recién cuando salió la primera estrella pude dar con él. Un castigo de mal gusto por ser una judía tan poco practicante.
- Quiero mi dinero de vuelta.
Llegué finalmente a Tijuca, un barrio de casas y cuadras arboladas, no fue ningún problema encontrar la dirección. Me atendió una señora, la madre del vendedor, que me hizo pasar hasta el cuarto donde se encontraba mi futura cama. O mi portugues era realmente escaso o la descripción del chico era una farsa, producto de su imaginación y sus artilugios de venta. O mi característica compulsividad a la hora de comprar cuando necesitaba de alguna cosa me cegaba ante la realidad, de la cama, del fusca. Probablemente un poco de todo, pero la cama de caoba brillante con una línea dorada coronando la cabecera, parecida a la línea metálica que le faltaba al fusca blanco de la plaza de venta pública, fue demasiado. La amable señora seguía hablando sobre las virtudes de la cama cuando yo me di la vuelta y rápidamente le agradecí su atención y le expliqué que el producto simplemente no colmaba mis expectativas.
Subí al fusca, acalorada bajo el sol del casi mediodía, furiosa por mi ingenuidad y esa impulsividad incontenible que absolutamente siempre terminaba en una gran pérdida de, en el mejor de los casos, tiempo.
No arrancó. El maldito autito no arrancó. Tuve que esperar un buen rato a que pasara alguien que no solo quisiera sino que pudiera empujar. El barrio parecía ser habitado por personas mayores o mujeres paseando hijos en carritos, ningún hombre apto para las tareas de fuerza decidió caminar ese sábado por esa tranquila callecita de Tijuca. Respiré hondo varias veces conteniendo las lágrimas que los vidrios sin polarizar dejarían liberadas a la vista de los inútiles transeúntes. Salí del auto porque estar adentro me hacía odiarlo más, pero principalmente porque el calor era insoportable. En eso pasa una pareja de amigos con los músculos suficientes para empujarme unas buenas cuadras. Les pedí ayuda con mi más encantador sutaque extranjero, mirándolos más a los brazos forzudos que a los ojos, y como mi plegaria fue casi una órden, no les quedó opción. Arrancó enseguida el fusquita y cuando quise sacar la mano por la ventanilla para agradecer el esfuerzo tuve que retener el gesto porque me había quedado con el volante en la mano. El volante y todo el cuerpo metálico que lo sostiene se había arrancado de cuajo. La puta que te recontra parió Severino del orto. Y todas las malas palabras aprendidas se me salían como espuma por la boca, sumado el miedo, el desconcierto y la desolación por haber adquirido una verdadera chatarra de color taxi.
Llegué al centro sosteniendo el volante, haciendo maniobras inadmisibles para conducir el carro, rezando para que encima no se apagara. Pero lo hizo. El auto sin volante además se apagó. Y un señor salió a mi rescate como un mecánico alado salido de algún mágico lugar, algo más significativo que un ángel para mí, en ese momento, en ese estado. Buscó sus herramientas en su auto y ajustó el tornillo caído que sostenía todo el aparataje del volante, un largo y único tornillo que ni siquiera tenía tuerca. Cuando le dije que lo había comprado el día anterior me miró con una seriedad que no dejaba claro si estaba esperando que yo le dijera que era broma o si estaba apavorado por mi incredulidad. En todo caso, me preguntó si no lo había hecho revisar antes, y al recordar la cantidad de ojos que pasaron por la aprobación y desaprobación del auto, tartamudeé y ni sé lo que le contesté. Antes de ayudarme a empujar para que arranque, el ángel de la llave Nro 12 me pidió mi teléfono y mi dirección de orkut. Ante mi negativa dupla no le quedó otra que empujar igual, con otros dos a los que acopló a la misiva. Subí alguna de las cuestas que me llevaban a lo alto de mi barrio, laberintos ascendentes que yo no conocía y que me encontraban al momento en una posición desfavorable para descubrir el acertijo. Me perdí tantas veces como las que el auto se apagó. Llegué a mi casa con la cara y el temple tan desencajados como el volante de la inútil chatarra con la que me podría haber matado.
El paraibano no atendió el teléfono en ese día sabático. Recién cuando salió la primera estrella pude dar con él. Un castigo de mal gusto por ser una judía tan poco practicante.
- Quiero mi dinero de vuelta.