23.12.10
11.12.10
Quien paga el pato
Cuando llegué no estaba más. No había ni una moto en el estacionamiento, ninguna, la mía tampoco. La habré dejado en otro lugar? no, no, era ahí mismo. Había llegado temprano, a las 11 y poco de la mañana, para ver el pato inflable que el grupo Anjos do Picadeiro, en conmemoración del día del payaso y del festival que se está llevando a cabo en Rio de Janeiro, anunciaron que inavdiría las arenas de Ipanema. Le había puesto la tranca a la moto. Pero no estaba más. Otro medio de transporte quitado de mis pertenencias. Un día de sol maravilloso arruinado en segundos. El estremecimiento ya conocido de la pérdida, tal vez el peor de los robos que sufrí en mi vida. La idea de terminar otro sábado en la policía -los asaltos siempre fueron los fines de semana, especialmente los sábados- me hizo sentir toneladas en las piernas, en el bolso pesado con la cámara, en el pecho. No estaba más. Chau moto. Fui a preguntarle al portero de un edificio si sabía donde quedaba la comisaría, con palabras lloradas, con una tristeza inmensa, pero el portero me dijo que la moto se la había llevado la prefectura, que se había llevado todas las motos. Pero si estaba bien estacionada... el resto de las motos, subidas en las veredas, en los canteros, entre los autos, continuaban allí, pero mi moto bien estacionada en el estacionamiento -después de aprender que dejarla en la vereda trae multas- no estaba. Y ahora? llamadas, guardias municipales, números de teléfono, crédito escaso en el celular, nadie sabía de nada, a nadie le sorprendía que podría haber sido robada y no remolcada. Pero fue remolcada, me lo dijeron en la comisaría de Copacabana. El lunes a las 8 de la mañana tengo que ir a retirarla, y pagar una fortuna. Pagaré el pato, por mala suerte, pagaré el pato. El trámite, el tiempo, el disgusto, el susto, el remolque, el día de almacenamiento, el pato todo. Todo por estacionar en el estacionamiento. Patología de esta patota de patetas.
14.11.10
Luis Carlinhos :: MUDA
Fotografiar música y músicos me permite acercarme al arte a través del arte. Sinergia, pálpitos, sensaciones nuevas, momentos sonoros, imágenes, y la música, ese bendito invento que sólo hace bien.
Conocí a Luis Carlinhos en el Circo Voador, templo de la música en Rio de Janeiro, durante un recital de una de sus bandas: 4 Cabeça. Él con su guitarra y su voz, yo con mi cámara. Mis fotos le gustaron y me llamó para fotografiar el lanzamiento de su disco MUDA, en el Teatro Municipal de Niteroi. Aquí su música y aquí las fotos. Axé!
13.11.10
La casa
existe, existió, es real, todo lo es, lo fue, qué es real?
para entender más: lea el cuento que sigue abajo.
para entender más: lea el cuento que sigue abajo.
10.11.10
6 de 108 sucesos en Rio de janeiro >>El Sabio de la Montaña Dois Irmãos
Miles, tal vez millares de años atrás, parece que la tierra respiraba por la cadena montañosa de los Andes. Sí, la tierra, como nosotros, respira, y lo hace a través de sus dos mayores prominencias, los Andes y los Himalayas. Como también nos pasa a nosotros, respira alternadamente más por un conducto que por otro. Los últimos 5 mil años lo hizo por los Himalayas, y por eso, supuestamente, el gran desarrollo espiritual de la humanidad durante esos años, se dio en Oriente. Dicen, también, que estamos entrando en una nueva era, en la que el globo terráqueo volverá a respirar por nuestra cordillera americana. Eso quiere decir que los grandes cambios de la humanidad surgirán de este lado del planeta.
En el período de respiración andina, tiempo atrás, exisitió un Guru, el Sabio de la Montaña Dois Irmãos, que habitaba el litoral carioca, entre la Playa de Ipanema y São Conrado. Este Sabio tuvo una influencia tremenda en los seres que lo rodearon en sus distintas encarnaciones. Tuve la dicha, la suerte, el toque del destino, de encontrar la última encarnación del Guru, que todos los días de sol se mezcla entre los frecuentadores de la playa de Ipanema.
En el período de respiración andina, tiempo atrás, exisitió un Guru, el Sabio de la Montaña Dois Irmãos, que habitaba el litoral carioca, entre la Playa de Ipanema y São Conrado. Este Sabio tuvo una influencia tremenda en los seres que lo rodearon en sus distintas encarnaciones. Tuve la dicha, la suerte, el toque del destino, de encontrar la última encarnación del Guru, que todos los días de sol se mezcla entre los frecuentadores de la playa de Ipanema.
Por acaso, una tarde lo vi, después de medio año de no cruzarlo, era la tarde en que había hecho una oferta para comprar un caserón gigantezo y completamente destruido, vendido a precio de bananas, en el barrio de Santa Teresa, mi barrio por ese entonces. La respuesta me la darían al día siguiente. La casa tenía unos 130 metros cuadrados, 4 cuartos, un living como para poner una sala de danza, patio, posibilidad de construir encima y un árbol enraizado en una de las paredes. En mi cabeza ya había proyectado la reforma de la casa, las fiestas, el taller de manualidades, el ventanal de mi cuarto con vista a la catedral y el jardín con pileta. Sabía que la casa tenía mucho potencial y podría dejarla hermosa y valorizada en un año. Le conté al Sabio de mi casa y me dijo que precisaba tirarme el Tarot de Ganesha. 5 cartas salieron, y entre ellas, Las Torres, cientos de torres atiborradas, negras, entrelazadas por avenidas que parecían tentáculos. Cuidado con esa casa me dijo y me invitó a pasar un tiempo en su guarida, el tiempos fueron horas, noche. En plena madrugada, antes de salir, vi las cartas del tarot desparramadas en el suelo, viradas boca abajo. Eran 79 cartas y yo, sin permiso, elegí una. Al darla vuelta vi, de nuevo, Las torres. Me fui corriendo, asustada.
Al llegar a mi casa me enteré de que el teléfono no funcionaba, ni tampoco Internet. Mi celular estaba muerto, sin batería y el maldito cargador que estaba desaparecido desde hacía varios días. Mi casa quedaba arriba de la montaña, en Santa, y una vez que se llegaba ya no se salía, o si se salía no se volvía, y yo acababa de llegar. Me pasé el día completamente incomunicada. Sin saber sobre el veredicto de mi oferta, sin saber de nada.
La casa no se dio, la persona que había hipotecado la casa -sí, tenía una hipoteca que iba a ser paga con parte de mi plata- al enterarse del precio por el cual la propiedad iba a ser vendida, prefirió quedársela y pagar la diferencia. Final de la historia. Chau caserón con jardín y pileta, chau fiestas y salón de baile, y lo peor de todo, vuelta al ruedo de la búsqueda del hogar con poca plata en pleno mes de carnaval carioca, sin familiares que me ayudaran a visitar las locaciones y con la soga al cuello por tener que salir de mi casa a fin de mes. Cuando le conté, días más tarde, al Sabio de la Montaña lo que había pasado, me dijo: tendrías que usar tu apellido, acaso no sos judía? hay miles de judíos millonarios en esta ciudad, con departamentos para repartir hasta entre los tataranietos, que te den uno...
Su comentario, como buena judía, no sólo me molestó sino que me pareció absurdo. No le conté más nada.
A la mañana siguiente, como todas las benditas mañanas, chequeaba los departamentos en venta en los anuncios clasificados por Internet. Monoambientes oscuros, un cuarto mal ubicado, dos cuartos en la entrada de la favela, precios mal publicados, lo habitual. Sólo una foto me llamó la atención, por la pared de azulejos portugueses. Llamé y marqué para las 10.30. El departamento quedaba en Botafogo, en la Rua da Passagem, que como el nombre lo declara, es una calle de paso, sin un sólo árbol, plagada de colectivos y cables de luz. El predio, grande, feo, lleno de departamentos chicos. La pared de azulejos, hermosa, para llevársela y hacerla un cuadro, el resto más o menos, menos que más. Al visitar los departamentos se me activaba un mecanismo de reforma arquitectónica inmediata, tiraba mentalmente paredes, acomodaba hasta los muebles que todavía tengo guardados en una baulera porteña y no me resigno a soltar. Si algo no entraba, el departamento no funcionaba. Y ese tampoco funcionó. Pero algo en mí, tal vez mi simple desesperación por conseguir una casa, hizo que la vendedora me insistiera hasta el hartazgo para que fuera a hacer una oferta a la inmobiliaria, que hablara con su jefe, que hiciera una propuesta, hacía mucho que alguien no me incitaba a hacer algo con tanta determinación. Yo no tenía nada más que hacer, estaba cerca y de moto, nada que perder.
Me hizo pasar a la sala de reuniones, me convidó agua y me dijo que su jefe ya se reuniría conmigo. Cuando se abrió la puerta ví la cara de mi padre en otro hombre, mis ojos eran el espejo de los suyos. Isaak Chamovitz, bom dia, me dijo mientras me extendía la mano, Ana Schlimovich buenos días, balbuceaba atónita en pleno apretón de manos. No llegamos a un acuerdo sobre los azulejos portugueses, el precio era irrebajable y a mí no me gustaba tanto como para regatear con eficiencia. La conversación se derivó a las razones de mi venida a Rio, al origen de nuestros apellidos y a mi preocupación ante la dificultad de encontrar una casa. Mi rostro debe haber adquirido las facciones que se me forman cuando represento mi reconocido papel victimario, legendario por generaciones, pasado de una a otra con sumo cuidado para que no se extravíe en el camino el más mínimo detalle. El señor Isaak casi redondeaba nuestro encuentro pidiéndole a su asistente que se fijara si había algún inmueble con las características del que yo buscaba, o del que podía acceder. Es muy difícil me decía, y yo casi me deshacía en lágrimas... pero tal vez tenga un departamento que le pueda interesar... en realidad se lo estaba reservando a mi hijo menor, que vive en Meier y quiero traerlo a la zona Sul... pero si te gusta, es tuyo.
Como me dio la dirección exacta para verlo al día siguiente, inmediatamente me fui a la calle Senador Corrêa, una callecita arbolada de dos cuadras, divididas las dos por una de las plazas más encantadoras de Rio de Janeiro. Petunia es el nombre del edificio, y su entrada está íntegramente forrada de un mosaico artesanal, en colores tierra, amarillos, rosas. Hay un banco en el hall, para sentarse a ver la gente pasar, para tomar el fresco del jardín de plantas que adorna la entrada. Y el departamento, desde el cual ahora escribo, con Ganesha como testigo estampado en una tela india con lentejuelas bordadas frente a mi computadora, tiene molduras en el techo, piso de madera, vecinos demasiado cerca –eso sí- y un baño y una cocina con lavadero que acabo de terminar de reformar. A diario me imagino presa en aquella casa de Santa Teresa, conviviendo por dos años con obreros, electricistas, y personal de la construcción con el que tuve que lidiar por unos pocos meses. Me salvé, me salvaron, me convertí en la fan número uno del Sabio de la Montaña Dois Irmãos, hasta que comentí el grave error de enamorarme de él.
La casa no se dio, la persona que había hipotecado la casa -sí, tenía una hipoteca que iba a ser paga con parte de mi plata- al enterarse del precio por el cual la propiedad iba a ser vendida, prefirió quedársela y pagar la diferencia. Final de la historia. Chau caserón con jardín y pileta, chau fiestas y salón de baile, y lo peor de todo, vuelta al ruedo de la búsqueda del hogar con poca plata en pleno mes de carnaval carioca, sin familiares que me ayudaran a visitar las locaciones y con la soga al cuello por tener que salir de mi casa a fin de mes. Cuando le conté, días más tarde, al Sabio de la Montaña lo que había pasado, me dijo: tendrías que usar tu apellido, acaso no sos judía? hay miles de judíos millonarios en esta ciudad, con departamentos para repartir hasta entre los tataranietos, que te den uno...
Su comentario, como buena judía, no sólo me molestó sino que me pareció absurdo. No le conté más nada.
A la mañana siguiente, como todas las benditas mañanas, chequeaba los departamentos en venta en los anuncios clasificados por Internet. Monoambientes oscuros, un cuarto mal ubicado, dos cuartos en la entrada de la favela, precios mal publicados, lo habitual. Sólo una foto me llamó la atención, por la pared de azulejos portugueses. Llamé y marqué para las 10.30. El departamento quedaba en Botafogo, en la Rua da Passagem, que como el nombre lo declara, es una calle de paso, sin un sólo árbol, plagada de colectivos y cables de luz. El predio, grande, feo, lleno de departamentos chicos. La pared de azulejos, hermosa, para llevársela y hacerla un cuadro, el resto más o menos, menos que más. Al visitar los departamentos se me activaba un mecanismo de reforma arquitectónica inmediata, tiraba mentalmente paredes, acomodaba hasta los muebles que todavía tengo guardados en una baulera porteña y no me resigno a soltar. Si algo no entraba, el departamento no funcionaba. Y ese tampoco funcionó. Pero algo en mí, tal vez mi simple desesperación por conseguir una casa, hizo que la vendedora me insistiera hasta el hartazgo para que fuera a hacer una oferta a la inmobiliaria, que hablara con su jefe, que hiciera una propuesta, hacía mucho que alguien no me incitaba a hacer algo con tanta determinación. Yo no tenía nada más que hacer, estaba cerca y de moto, nada que perder.
Me hizo pasar a la sala de reuniones, me convidó agua y me dijo que su jefe ya se reuniría conmigo. Cuando se abrió la puerta ví la cara de mi padre en otro hombre, mis ojos eran el espejo de los suyos. Isaak Chamovitz, bom dia, me dijo mientras me extendía la mano, Ana Schlimovich buenos días, balbuceaba atónita en pleno apretón de manos. No llegamos a un acuerdo sobre los azulejos portugueses, el precio era irrebajable y a mí no me gustaba tanto como para regatear con eficiencia. La conversación se derivó a las razones de mi venida a Rio, al origen de nuestros apellidos y a mi preocupación ante la dificultad de encontrar una casa. Mi rostro debe haber adquirido las facciones que se me forman cuando represento mi reconocido papel victimario, legendario por generaciones, pasado de una a otra con sumo cuidado para que no se extravíe en el camino el más mínimo detalle. El señor Isaak casi redondeaba nuestro encuentro pidiéndole a su asistente que se fijara si había algún inmueble con las características del que yo buscaba, o del que podía acceder. Es muy difícil me decía, y yo casi me deshacía en lágrimas... pero tal vez tenga un departamento que le pueda interesar... en realidad se lo estaba reservando a mi hijo menor, que vive en Meier y quiero traerlo a la zona Sul... pero si te gusta, es tuyo.
Como me dio la dirección exacta para verlo al día siguiente, inmediatamente me fui a la calle Senador Corrêa, una callecita arbolada de dos cuadras, divididas las dos por una de las plazas más encantadoras de Rio de Janeiro. Petunia es el nombre del edificio, y su entrada está íntegramente forrada de un mosaico artesanal, en colores tierra, amarillos, rosas. Hay un banco en el hall, para sentarse a ver la gente pasar, para tomar el fresco del jardín de plantas que adorna la entrada. Y el departamento, desde el cual ahora escribo, con Ganesha como testigo estampado en una tela india con lentejuelas bordadas frente a mi computadora, tiene molduras en el techo, piso de madera, vecinos demasiado cerca –eso sí- y un baño y una cocina con lavadero que acabo de terminar de reformar. A diario me imagino presa en aquella casa de Santa Teresa, conviviendo por dos años con obreros, electricistas, y personal de la construcción con el que tuve que lidiar por unos pocos meses. Me salvé, me salvaron, me convertí en la fan número uno del Sabio de la Montaña Dois Irmãos, hasta que comentí el grave error de enamorarme de él.
13.10.10
26.9.10
palabrasnadamas
cuadraturas en el mapa astral
elucubraciones que me hacen mal
sueños de mejillas brotadas
de pedazos de kiwis, de banana
gotas de lluvia en la chapa
tiempo gastado en costumbres
escribir con trabas
no permite expresar nada
elecciones personales
enigma de vida
la hora que se acerca
poesía oprimida
15.9.10
Seu Jorge São Jorge
cazador de dragones
voz sagrada que eleva corazones
venerado aqui y afuera
padrino de mi mudanza
se renueva mi esperanza
quiero regalarte mi poema
foto Seu Jorge: Ana Schlimovich + fotos aqui
dibujo São Jorge: Jcorreiadias + blog aqui
São Jorge Experience, uma versão bem carioca para uma história antiga, de Marcio PXE. Aqui
7.9.10
6.9.10
Mirada de Gringo
Al abrirse las puertas del desembarque en el Aeropuerto Galeão, reconozco a Armando, en el stand de la Riotur, y el hecho de encontrar alguien conocido, apenas aterrizo, me hizo sentir todavía más en casa. En plena época de mundial, Armando me entrega un ejemplar de la Guia Oficial do Rio, con toda la programación que la prefectura preparó para conmemorar el mayor evento del planeta.
Cuando abro la revista me topo con varias fotos de "altinha" en la playa –los jugadores forman una ronda y hacen pases de pelota con cualquier parte del cuerpo menos las manos, sin dejarla caer-. La foto de Ipanema, en la segunda hoja, me recordó la "saudade" que tenía de practicar este juego que aprendí hace un año y que me había llamado la atención desde mis primeras visitas a Rio, por el año 2005. Me impresionaba la gracia con que tocaban la pelota, la precisión, los cuerpos de los jugadores y las jugadoras, y me preguntaba si esos cuerpos eran resultado de ese deporte. En el verano del 2007, cuando me tocó retratar la ciudad para la guía inglesa Time Out, me pidieron específicamente fotos de estas ruedas nacidas en arenas cariocas. En ese entonces ni imaginaba que un día yo podría estar participando en una.
Después de soportar temperaturas de un dígito en mi ciudad natal –Buenos Aires-, Rio me recompensó con un delicioso sol invernal sin una sola nube intercediendo en el cielo. Me aventuré a la playa de Ipanema, al mar que esa tarde parecía caribeño y a mi deporte preferido del momento, la altinha. Pero la pelota se mantuvo en el aire menos de 3 minutos, no por culpa de los jugadores –claro que no-, sino porque dos guardias municipales se abalanzaron sobre nosotros con la amenaza de confiscar la pelota y llevarla a la comisaría. Cómo? dije yo sorprendidísima, pero por qué? -Choque de Orden, no se puede jugar en la orilla hasta las 5 de la tarde, si insisten tendremos que llevarnos la pelota detenida. Me decía el guardia mientras señalaba las dos patrullas paradas en la Av. Vieira Souto. Pero a las 5 de la tarde, en pleno julio, no hay más sol, pensé yo, mirando la playa vacía de ese martes soleado.
Choque de Orden u orden invertida?
Me sentí una criminal, culpada de un delito gravísimo. Me fui a sentar ofuscada, con la sensación de que algo estaba mal, y no era yo, ni la pelota, ni la hermosa tarde, ni la playa. Días más tarde decidí indagar más sobre este famoso "Choque de Orden". Me presenté como periodista y como ciudadana extranjera ante el grupo de guardas –unos 8- reunidos en una de las carpas de la prefectura, y les pedí que por favor me explicaran en qué consistía la campaña. Muy amablemente, uno de los guardas me dijo que la primera medida había sido el reordenamiento de las barracas. Y mientras me señalaba las nuevas estructuras blancas, todas iguales, yo recordaba aquellas barracas coloridas, esos nombres llamativos que permitían que en pleno verano dos personas lograsen marcar un punto de encuentro en ese enjambre humano. –Era feo, desprolijo, cada uno hacía lo que quería, todo colorido, justificaba el guarda. Con el corazón estrujado yo pensaba justamente en esa característica propiamente carioca, esa capacidad de generar un colorido desmedido, esplendoroso. El color, esa marca personal de Rio de Janeiro, fue lo primero que quitó el Choque de Orden.
-Nuestra primera función es vigilar el tema de la pelota, no dejar que practiquen en la orilla porque eso molesta a la gente que está paseando –continuaba el guarda-. Y también el tema de la seguridad, los asaltos.
Yo no podía creer que la primera medida fuera prohibir el deporte y la segunda evitar los robos. Acaso no debería ser, por lo menos, al revés?
Y la basura? le pregunté. El guarda no supo bien qué contestar, manifestando que no había ninguna postura concreta con respecto a la cantidad de basura que todos los días, a pesar del impecable trabajo de la Comlurb, yace en las arenas de una de las playas más lindas del mundo. Una vez más, no será que el orden está todo dado vuelta? no deberían ser prioridad la seguridad y la limpieza? por qué no detienen a la persona que después de consumir su pote de açaí lo deja tirado en la arena como si fuera a desmaterializarse mágicamente, por qué somos los propios frecuentadores de la playa los que tenemos que llamar la atención, ya sea con la palabra directa o con carteles como los que colgó el diseñador Marcio PXE (ver projecto), de quienes esconden sus colillas de cigarrillo en la arena, abandonan sus vasos plásticos, sus latas de cerveza (la única basura que es recolectada al instante por los vendedores de aluminio, por suerte), sus panfletos de propaganda, sus pañales usados!!! no es este un delito mucho más grave que jugar a la pelota –al menos los días de semana invernales- junto al mar?
Solamente en la playas de Arpoador, Ipanema y Leblon hay 6 carpas de Guardia Municipal, cada una con 5 hombres, que trabajan de 8 de la mañana a 5 de la tarde, o sea 30 personas, 63 horas a la semana, más al menos dos autos patrulleros, todo para controlar que los chicos no jueguen a la pelota. A esto le llaman Choque de Orden??? por qué en cambio no colocan al menos uno de esos guardas en la entrada del túnel que une Botafogo con Copacabana, donde todas mis amigas, en su mayoría "gringas", y yo, fuimos asaltadas en la bicisenda? o en la entrada de las pasarelas subterráneas que unen el Aterro con la Praia de Botafogo, donde me quitaron mi bicicleta apuntándome con un revolver calibre 38? O en ese parque espectacular –uno de los más lindos que ya vi, y ya conocí muchísimos parques en todo el mundo- que fue diseñado por Burle Marx, el Parque de Flamengo, donde a partir de las 3 de la tarde ya es tierra de nadie?
En teoría, la prefectura promueve el juego de la pelota en su principal publicación turística, y por el otro lo prohíbe con refuerzos pudiendo arruinar las vacaciones de cualquier turista desinformado que llega con su pelota para practicar un deporte saludable en una de las playas más paradisíacas del mundo –y ya rodé por las playas de los 5 continentes- si no fuera por la basura. En qué quedamos? cuál es el mensaje?
Le manifesté gran parte de mis pensamientos al guarda municipal, que obviamente no tenía la culpa de nada, solo cumplía con su deber. Y me propuse no dejar pasar más el tiempo, aportar al menos mi granito de arena, recordar que con las pequeñas acciones sí podemos cambiar el mundo, porque el cambio global empieza por el cambio individual. Ningún idealismo, lógica pura.
Orden? estoy completamente a favor, solo que creo que el orden está invertido, y por favor, nada de choques.
Este artículo no termina aquí, falta conocer la opinión de los barraqueros, de los paseadores, de los turistas, de los jugadores. Continuará.
Este artículo no termina aquí, falta conocer la opinión de los barraqueros, de los paseadores, de los turistas, de los jugadores. Continuará.
Ana Schlimovich
19.8.10
5 de 108 sucesos en Rio de Janeiro >> El Fusca (parte final)
El sábado amaneció radiante, y yo otro tanto. Finalmente era propietaria de un auto, un fusca! según Daniel me quedaba hermoso el modelito. Tenía que ir a Tijuca, un barrio tradicional de la clase media de Río, adonde nunca había ido. El patito me esperaba tal como lo había dejado. Encendió de primera y nada le costó descender la cuesta, sus frenos eran infalibles, yo cantaba, sonreía, aspiraba con gusto el aire cálido de un día que prometía alcanzar los treinta y largos grados. Bajé por la calle de mi casa, la Rua Joaquim Murtinho, por donde pasa el bondinho, el único tranvía de Brasil que todavía rueda y lo hace nada menos que por la puerta de mi casa. Llegué hasta Lapa y tomé la Mem de Sá, la calle que me dejaría recto en el corazón de Tijuca, donde tenía que ir a ver una prometedora cama que compré por Mercado Libre, sin foto, pero con una favorabilísima descripción. Un poco antes de llegar a Praça Vermelha, paré a comprar yeso en una casa de materiales de constucción, estaba en época de construcción de mi futuro cuarto permanente y quería recauchutar la pared donde se ubicaría la cabecera de la cama. Auto nuevo, cuarto nuevo, fuerzas renovadas. Cuando volví al fusca el maldito no arrancó. Ni la primera, ni la segunda, ni la tercera ni ninguna de las veces que le di marcha. Bueno, calma, me dije, no pasa nada. Y le pedí a unos muchachos que me empujaran, se juntaron unos tres y al segundo intento el autito arrancó despidiendo unos ruidos extrañísimos, como unas explosiones secas, como si el patito estuviera tosiendo fuerte, echando hacia afuera su catarro añejo. Agradecí con la mano estirada fuera de la ventana y seguí camino con un dejo de rabia y preocupación. Emociones que aumentaban a medida que el asiento iba poquito a poco deslizándose hacia atrás, hasta que ya no llegaba a los pedales por más que me recostara, aferrándome al volante como único medio de sujeción. Reacomodar la butaca significaba tironear hacia adelante y hacia arriba con pequeños saltitos, a la larga llegaba al tope y apretaba la palanca que supuestamente impediría que el asiento se moviera del lugar, pero la distancia elegida duraba cada vez menos, lo que aumentaba mi enojo y mi transpiración.
Llegué finalmente a Tijuca, un barrio de casas y cuadras arboladas, no fue ningún problema encontrar la dirección. Me atendió una señora, la madre del vendedor, que me hizo pasar hasta el cuarto donde se encontraba mi futura cama. O mi portugues era realmente escaso o la descripción del chico era una farsa, producto de su imaginación y sus artilugios de venta. O mi característica compulsividad a la hora de comprar cuando necesitaba de alguna cosa me cegaba ante la realidad, de la cama, del fusca. Probablemente un poco de todo, pero la cama de caoba brillante con una línea dorada coronando la cabecera, parecida a la línea metálica que le faltaba al fusca blanco de la plaza de venta pública, fue demasiado. La amable señora seguía hablando sobre las virtudes de la cama cuando yo me di la vuelta y rápidamente le agradecí su atención y le expliqué que el producto simplemente no colmaba mis expectativas.
Subí al fusca, acalorada bajo el sol del casi mediodía, furiosa por mi ingenuidad y esa impulsividad incontenible que absolutamente siempre terminaba en una gran pérdida de, en el mejor de los casos, tiempo.
No arrancó. El maldito autito no arrancó. Tuve que esperar un buen rato a que pasara alguien que no solo quisiera sino que pudiera empujar. El barrio parecía ser habitado por personas mayores o mujeres paseando hijos en carritos, ningún hombre apto para las tareas de fuerza decidió caminar ese sábado por esa tranquila callecita de Tijuca. Respiré hondo varias veces conteniendo las lágrimas que los vidrios sin polarizar dejarían liberadas a la vista de los inútiles transeúntes. Salí del auto porque estar adentro me hacía odiarlo más, pero principalmente porque el calor era insoportable. En eso pasa una pareja de amigos con los músculos suficientes para empujarme unas buenas cuadras. Les pedí ayuda con mi más encantador sutaque extranjero, mirándolos más a los brazos forzudos que a los ojos, y como mi plegaria fue casi una órden, no les quedó opción. Arrancó enseguida el fusquita y cuando quise sacar la mano por la ventanilla para agradecer el esfuerzo tuve que retener el gesto porque me había quedado con el volante en la mano. El volante y todo el cuerpo metálico que lo sostiene se había arrancado de cuajo. La puta que te recontra parió Severino del orto. Y todas las malas palabras aprendidas se me salían como espuma por la boca, sumado el miedo, el desconcierto y la desolación por haber adquirido una verdadera chatarra de color taxi.
Llegué al centro sosteniendo el volante, haciendo maniobras inadmisibles para conducir el carro, rezando para que encima no se apagara. Pero lo hizo. El auto sin volante además se apagó. Y un señor salió a mi rescate como un mecánico alado salido de algún mágico lugar, algo más significativo que un ángel para mí, en ese momento, en ese estado. Buscó sus herramientas en su auto y ajustó el tornillo caído que sostenía todo el aparataje del volante, un largo y único tornillo que ni siquiera tenía tuerca. Cuando le dije que lo había comprado el día anterior me miró con una seriedad que no dejaba claro si estaba esperando que yo le dijera que era broma o si estaba apavorado por mi incredulidad. En todo caso, me preguntó si no lo había hecho revisar antes, y al recordar la cantidad de ojos que pasaron por la aprobación y desaprobación del auto, tartamudeé y ni sé lo que le contesté. Antes de ayudarme a empujar para que arranque, el ángel de la llave Nro 12 me pidió mi teléfono y mi dirección de orkut. Ante mi negativa dupla no le quedó otra que empujar igual, con otros dos a los que acopló a la misiva. Subí alguna de las cuestas que me llevaban a lo alto de mi barrio, laberintos ascendentes que yo no conocía y que me encontraban al momento en una posición desfavorable para descubrir el acertijo. Me perdí tantas veces como las que el auto se apagó. Llegué a mi casa con la cara y el temple tan desencajados como el volante de la inútil chatarra con la que me podría haber matado.
El paraibano no atendió el teléfono en ese día sabático. Recién cuando salió la primera estrella pude dar con él. Un castigo de mal gusto por ser una judía tan poco practicante.
- Quiero mi dinero de vuelta.
Llegué finalmente a Tijuca, un barrio de casas y cuadras arboladas, no fue ningún problema encontrar la dirección. Me atendió una señora, la madre del vendedor, que me hizo pasar hasta el cuarto donde se encontraba mi futura cama. O mi portugues era realmente escaso o la descripción del chico era una farsa, producto de su imaginación y sus artilugios de venta. O mi característica compulsividad a la hora de comprar cuando necesitaba de alguna cosa me cegaba ante la realidad, de la cama, del fusca. Probablemente un poco de todo, pero la cama de caoba brillante con una línea dorada coronando la cabecera, parecida a la línea metálica que le faltaba al fusca blanco de la plaza de venta pública, fue demasiado. La amable señora seguía hablando sobre las virtudes de la cama cuando yo me di la vuelta y rápidamente le agradecí su atención y le expliqué que el producto simplemente no colmaba mis expectativas.
Subí al fusca, acalorada bajo el sol del casi mediodía, furiosa por mi ingenuidad y esa impulsividad incontenible que absolutamente siempre terminaba en una gran pérdida de, en el mejor de los casos, tiempo.
No arrancó. El maldito autito no arrancó. Tuve que esperar un buen rato a que pasara alguien que no solo quisiera sino que pudiera empujar. El barrio parecía ser habitado por personas mayores o mujeres paseando hijos en carritos, ningún hombre apto para las tareas de fuerza decidió caminar ese sábado por esa tranquila callecita de Tijuca. Respiré hondo varias veces conteniendo las lágrimas que los vidrios sin polarizar dejarían liberadas a la vista de los inútiles transeúntes. Salí del auto porque estar adentro me hacía odiarlo más, pero principalmente porque el calor era insoportable. En eso pasa una pareja de amigos con los músculos suficientes para empujarme unas buenas cuadras. Les pedí ayuda con mi más encantador sutaque extranjero, mirándolos más a los brazos forzudos que a los ojos, y como mi plegaria fue casi una órden, no les quedó opción. Arrancó enseguida el fusquita y cuando quise sacar la mano por la ventanilla para agradecer el esfuerzo tuve que retener el gesto porque me había quedado con el volante en la mano. El volante y todo el cuerpo metálico que lo sostiene se había arrancado de cuajo. La puta que te recontra parió Severino del orto. Y todas las malas palabras aprendidas se me salían como espuma por la boca, sumado el miedo, el desconcierto y la desolación por haber adquirido una verdadera chatarra de color taxi.
Llegué al centro sosteniendo el volante, haciendo maniobras inadmisibles para conducir el carro, rezando para que encima no se apagara. Pero lo hizo. El auto sin volante además se apagó. Y un señor salió a mi rescate como un mecánico alado salido de algún mágico lugar, algo más significativo que un ángel para mí, en ese momento, en ese estado. Buscó sus herramientas en su auto y ajustó el tornillo caído que sostenía todo el aparataje del volante, un largo y único tornillo que ni siquiera tenía tuerca. Cuando le dije que lo había comprado el día anterior me miró con una seriedad que no dejaba claro si estaba esperando que yo le dijera que era broma o si estaba apavorado por mi incredulidad. En todo caso, me preguntó si no lo había hecho revisar antes, y al recordar la cantidad de ojos que pasaron por la aprobación y desaprobación del auto, tartamudeé y ni sé lo que le contesté. Antes de ayudarme a empujar para que arranque, el ángel de la llave Nro 12 me pidió mi teléfono y mi dirección de orkut. Ante mi negativa dupla no le quedó otra que empujar igual, con otros dos a los que acopló a la misiva. Subí alguna de las cuestas que me llevaban a lo alto de mi barrio, laberintos ascendentes que yo no conocía y que me encontraban al momento en una posición desfavorable para descubrir el acertijo. Me perdí tantas veces como las que el auto se apagó. Llegué a mi casa con la cara y el temple tan desencajados como el volante de la inútil chatarra con la que me podría haber matado.
El paraibano no atendió el teléfono en ese día sabático. Recién cuando salió la primera estrella pude dar con él. Un castigo de mal gusto por ser una judía tan poco practicante.
- Quiero mi dinero de vuelta.
5.8.10
patitas de pollo
Papito querido:
Esta es para vos, que por teléfono me dijiste que estaba muy flaquita. Viendo esta foto vas a ver que no es para tanto y encima vas a aprender a navegar por esta página, y por muchas otras que funcionan igual. Soy tu anzuelo y este blog - y sobre todo este post (publicación)-, mi carnada.
Probablemente por acá me conozcas de nuevo. Más, otra, otras, todas. Esas facetas de las que hablábamos hace un rato, que una filiación, en general desconoce, o en particular, en este particular.
Leé las instrucciones hasta el final, antes de empezar:
Clická sobre la foto que voy a poner al final de estas líneas, se abrirá una nueva ventana con otro site (otra página) donde vas a ver la foto que te quiero mostrar, completa.
La ventana de mi blog va a continuar abierta, cuando quieras volver, sólo tenés que seleccionar la ventana que dice "las anas". Cuando vuelvas, después de secarte las lágrimas, porque sé que sos de la emoción fácil, seguí paseando por el blog. Cada vez que hagas click sobre algún elemento de la columna central del blog -fotos, títulos, palabras que tengan un color diferente al del cuerpo del texto- la página va a modificarse, si querés volver a la anterior, usá las flechas que tenés en tu programa de navegación -explorer, safari, firefox-. En general estás en el extremo superior izquierdo.
"Volver atrás" te lleva adonde dice.
En cambio, cuando hagas click en cualquier elemento de la columna más fina, a la derecha, se va a abrir otra ventana. Ahí repetimos el procedimiento de la parte de las lágrimas :)
de quién son estas patitas?
Clická aquí y enteráte
Y te acordás de las fotos que estaba sacando en Buenos Aires? son estas: Rio etc
Besos papá!
te quiero
pd: después contame cómo te fue con la navegación.
2.8.10
Soñé con vos la otra noche, creo que fue antes de anoche, con tu cintura, plana. Me abrazaba a tu cintura, te rodeaba con los brazos, apretando la cabeza sobre la pelvis, porque hasta ahí llegaba mi altura. Era Alicia en el país de las maravillas. Tengo registrada esa imagen, el resto no lo recuerdo, pero no te soltaba. Fuerte me agarraba, grandote.
1.8.10
5 de 108 sucesos en Rio de Janeiro >> El Fusca (parte IV)
Para leer las 3 partes anteriores de este cuento: click aqui.
(foto: Brigitte Vuosso)
(foto: Brigitte Vuosso)
Nunca me había pasado, comprar un auto, cosa que ya hice algunas veces, dos, a decir verdad, y, en el mismo día, dar literalmente marcha atrás, con el auto, apagado, y con el negocio. Confieso que la devolución del dinero fue una iluminación que me bajó a último momento, hasta me sentía en falta por pedirlo. Y ese momento en que hicimos la troca debería haber sido el momento de desistir de comprar mi capricho, las razones eran obvias, para otro, claro, no para alguien tan terca y a veces tan ciega como yo. Quedamos en que volveríamos a encontrarnos el jueves, así él, que evidentemente no había dormido en varios días, porque durante el día, su momento de descanso, estaba ocupándose de ir y venir con el auto, podía descansar. Jueves estaba bien para mí, hasta me sentía levemente liberada de la responsabilidad de cargar con un auto, apenas un año más joven que yo.Volví al edificio el jueves al mediodía, el fusca estacionado afuera, donde siempre. Me senté al ya conocido volante, moví el asiento para adelante, Severino al lado. Arrancamos sin problema. No recuerdo si fue él o yo quien propuso subir una ladera de Santa Teresa, tomé por el camino que hacen las mototaxis que estacionan en la puerta del Metro, subida intrincada, cerrada y empinada. Subimos sin problema. Le pedí que lo lleváramos a lo del baixinho, el mecánico que le arreglaba el fusca al francés, su taller es la esquina de una calle del barrio de Gloria, al lado de una escuela y un estacionamiento de autos. Severino aceptó con aire de quien confía en su mercancía. Subí a la vereda y me presenté como amiga de Baptiste. El baxinho, realmente bajo, chiquitito, con dentadura escasa, lo primero que hizo fue abrir la puerta del baúl, para ver el motor, o es entonces la puerta del capó, pero trasera? agarró el disco que ya no me acuerdo como se llama, y lo movió casi con violencia, para ver la firmeza, estaba firme, sí. Fue hasta adelante y se lo quedó mirando, moviendo la cabeza negativamente. Me preguntó si ya lo había comprado, no sabía bien cómo explicarle que sí pero no, me preguntó por cuánto y volvió a decir que no con la cabeza, que hiciera lo que yo quisiera, pero él no lo compraría. Qué sabe un mecánico que ni siquiera tiene taller, decía por lo bajo Severino. Hace 20 años que atiendo en la calle, pareció contestar el baxinho, argumentos válidos los dos. Nos fuimos. Severino me ofreció ir a un mecánico que él conocía, en el barrio de Flamengo, un taller de verdad. Accedí con un poco de recelo, pensando que en todo caso, como lo conocían en el taller, aunque grande y aparentemente serio, siempre le darían a él la razón. Como ya eran casi las seis de la tarde, pidieron para dejar el auto en el taller, lo revisarían mañana. Después del mediodía ya podríamos pasar a buscarlo. Segunda tentativa de compra y de irme a casa sin el patito.
A las dos de la tarde del viernes llego al taller y me lo encuentro a Severino. El mecánico, un morocho gigante apunta el pulgar para arriba y me dice que vaya tranquila, que etsá todo ok. - Bom, vai ficar com ele ou não? me dice Severino ya sin paciencia y evidentemente agotado con el manipuleo del fusca. Me lo quedo, dije, igualmente agotada, pensando en la traba de volante que ya había comprado en el Saara –el once de Río- esa misma mañana. Volvió a cambiarme los papeles del auto por los billetes que saqué del portavalores que llevaba debajo del jean, volví a adelantar el asiento hasta el tope, con un considerable esfuerzo, lo dejé en la parada del Metro de Flamengo y me fui a casa, un poco contenta, un poco asustada, un poco arrepentida. El fusca subió a Santa Teresa magistral, hasta con elegancia. Estacioné frente a la placita de la esquina, estrené la tranca, cerré la puerta con cuidado, lo miré con cariño, orgullosa, deseándole las buenas noches en su nuevo vecindario, donde seguramente se sentiría a gusto, rodeado de otros tantos como él, escarabajos coloridos, más o menos desvencijados.
A las dos de la tarde del viernes llego al taller y me lo encuentro a Severino. El mecánico, un morocho gigante apunta el pulgar para arriba y me dice que vaya tranquila, que etsá todo ok. - Bom, vai ficar com ele ou não? me dice Severino ya sin paciencia y evidentemente agotado con el manipuleo del fusca. Me lo quedo, dije, igualmente agotada, pensando en la traba de volante que ya había comprado en el Saara –el once de Río- esa misma mañana. Volvió a cambiarme los papeles del auto por los billetes que saqué del portavalores que llevaba debajo del jean, volví a adelantar el asiento hasta el tope, con un considerable esfuerzo, lo dejé en la parada del Metro de Flamengo y me fui a casa, un poco contenta, un poco asustada, un poco arrepentida. El fusca subió a Santa Teresa magistral, hasta con elegancia. Estacioné frente a la placita de la esquina, estrené la tranca, cerré la puerta con cuidado, lo miré con cariño, orgullosa, deseándole las buenas noches en su nuevo vecindario, donde seguramente se sentiría a gusto, rodeado de otros tantos como él, escarabajos coloridos, más o menos desvencijados.
30.7.10
28.7.10
Batalla de estilo
27.7.10
5 de 108 sucesos en Rio de Janeiro >> El Fusca (parte III)
Para leer la primera parte de este cuento: click aqui. Y la segunda, aqui.
Al otro día lo llamé a Severino, le anuncié mi inminente interés en el carro y mi imposibilidad de pagar la suma que me pedía, dato real, lo cual le otorgaba a mi discurso el peso de la verdad. En un portugués de pronunciación casi indescifrable para mí, tuvo que repetirme varias veces las razones por las que no podía moverse del valor, que él había pagado 2 mil reales por el auto, y que le había puesto mil quinientos más encima, que él se dedicaba a esto, que ninguno de sus clientes jamás se había quejado de sus adquisiciones y que podía preguntarles a los porteros de la cuadra, dos de ellos, compradores de fuscas de Severino. A mí el gordo me inspiraba ternura, y hasta lástima, encontraba graciosa su forma de hablar y confiable el hecho de ser de Paraíba, confieso que sus lloriqueos me convencían de que el precio era justo y que sólo me salvaba el hecho de no contar con esa suma. Me rebajó a 3.300 y me pareció bien, en mi condición de regateadora practicante, sumado el aliciente de mis raíces judías, quedé conforme con la rebaja. Mi amigo Rodrigo, con quien comparto la casa, brasilero, curitibano, luterano y gay, no pensó lo mismo. Le parecía caro y me aconsejaba buscar con más calma, recomendación que no sólo no podía seguir sino que me sacaba de quicio por el hecho de que él ni siquiera tiene auto, ni gusta de los autos, ni le había dado un vistazo a mi futuro auto. Toda esta información me permitía eximirme de acatar los consejos de una persona que no solo me infunde respeto sino que me demuestra permanentemente tener la razón. Mi amigo Daniel, en cambio, quedó encantado con la idea y el test del franchute pareció ser la garantía que necesitábamos para finiquitar la operación y motorizarme de una buena vez.
Al otro día lo llamé a Severino, le anuncié mi inminente interés en el carro y mi imposibilidad de pagar la suma que me pedía, dato real, lo cual le otorgaba a mi discurso el peso de la verdad. En un portugués de pronunciación casi indescifrable para mí, tuvo que repetirme varias veces las razones por las que no podía moverse del valor, que él había pagado 2 mil reales por el auto, y que le había puesto mil quinientos más encima, que él se dedicaba a esto, que ninguno de sus clientes jamás se había quejado de sus adquisiciones y que podía preguntarles a los porteros de la cuadra, dos de ellos, compradores de fuscas de Severino. A mí el gordo me inspiraba ternura, y hasta lástima, encontraba graciosa su forma de hablar y confiable el hecho de ser de Paraíba, confieso que sus lloriqueos me convencían de que el precio era justo y que sólo me salvaba el hecho de no contar con esa suma. Me rebajó a 3.300 y me pareció bien, en mi condición de regateadora practicante, sumado el aliciente de mis raíces judías, quedé conforme con la rebaja. Mi amigo Rodrigo, con quien comparto la casa, brasilero, curitibano, luterano y gay, no pensó lo mismo. Le parecía caro y me aconsejaba buscar con más calma, recomendación que no sólo no podía seguir sino que me sacaba de quicio por el hecho de que él ni siquiera tiene auto, ni gusta de los autos, ni le había dado un vistazo a mi futuro auto. Toda esta información me permitía eximirme de acatar los consejos de una persona que no solo me infunde respeto sino que me demuestra permanentemente tener la razón. Mi amigo Daniel, en cambio, quedó encantado con la idea y el test del franchute pareció ser la garantía que necesitábamos para finiquitar la operación y motorizarme de una buena vez.
Lo pensé mejor, sólo pagaría 3 mil reales, si aceptaba, es porque tenía que ser, y sino, seguiría buscando. Para sonar más convincente con mi oferta inventé que debería pagar trescientos reales a la persona que pondría el auto a su nombre porque yo no podía hacerlo sin CPF, el documento más importante de Brasil, más que el de identidad. Lo que en parte era cierto, porque el auto iría a nombre de Daniel. Severino me lloró un rato, me repitió todo lo que había gastado con ese auto, me confesó que saldría perdiendo con esta transacción y aceptó.
Al día siguiente, viernes de nochecita, junto con Daniel, fuimos a buscarlo. Llovía escandalosamente, y el viernes con su tránsito mundialmente atestado, se hacía notar en la ciudad. Llegamos con el fardo de billetes, todos los que tenía, y los cambiamos por el escarabajo amarillo, Daniel completó los papeles, Severino me entregó la llave y se llevó el pasacasette, me dijo que me dejaba un tarrito de silicona en la guantera para sacarle brillo al tablero, nos dimos un apretón de manos y nos fuimos. A Leblon, concordamos, y tomamos por la Praia de Botafogo hasta el shopping RioSul. Y no recuerdo de quién fue la idea de tomar el atajo que cae directo en Copacabana, uno que sube la montaña y que es zona militar. El atajo, como el resto de Río, sostenía una fila infinita de autos que avanzaban muy de vez en cuando.
En la cuesta las cubiertas de los autos rechinaban con cada arranque, y asumo que el fusca debía estar haciendo lo mismo, una, dos, tres veces, puse primera y adelanté unos pocos metros, hasta que el pobre cedió y no volvió a arrancar. Atrás la fila de autos no tenía fin, mi pie no conseguía mantener apretado el freno que por suerte andaba bien. Daniel tuvo que bajarse y guiarme entre los vehículos que se abrían paso para ir deshaciendo el camino, de cola y cuesta abajo. Pensamos que se había quedado sin nafta, porque la aguja del marcador llegaba casi al fondo y nos maldijimos por no haber cargado a tiempo. Entre los nervios y la tentación por lo ridículo y triste de la situación, logramos estacionar el maldito auto al lado del cordón y llamar al maldito Severino, quien por lo menos se mostró preocupado y tomó un colectivo para llegar hasta donde nos quedamos empapándonos. Abrió la puerta del motor y tocó las pocas piezas que siempre se tocan primero, los 5 cables del alternador, las únicas que siempre le vi tocar. Todos los cables en su lugar. Le transmitimos nuestra postura de que seguro el coche se había quedado sin nafta, y aceptándola a medias, se ofreció para ir a buscar. Volvió al rato con una botella, vertió el contenido en la boca de combustible y aspiró la manguera de paso de nafta para hacerla llegar. Nada, ni muestras de querer arrancar. -Debe ser la bovina, dijo. Empujaron el auto y teniéndolo en segunda logré ponerlo en marcha, una vez los tres arriba seguimos viaje hasta la estación de servicio para cargar más. Pero aunque el tanque tuviera 20 reales encima, hubo que volver a empujar. Severino, desconcertado, propuso llevarse el auto para que lo vea su mecánico, allá donde él vive, en un morro a 50 kilómetros de la ciudad. Accedí obviamente y le pedí la devolución del dinero. Y una vez que estuvo todo como al comienzo de la transacción, nos subimos a la camioneta de Daniel y nos fuimos mojados hasta la médula a Leblon, a comer una casquinha de gallina al BB Lanches.
Al día siguiente, viernes de nochecita, junto con Daniel, fuimos a buscarlo. Llovía escandalosamente, y el viernes con su tránsito mundialmente atestado, se hacía notar en la ciudad. Llegamos con el fardo de billetes, todos los que tenía, y los cambiamos por el escarabajo amarillo, Daniel completó los papeles, Severino me entregó la llave y se llevó el pasacasette, me dijo que me dejaba un tarrito de silicona en la guantera para sacarle brillo al tablero, nos dimos un apretón de manos y nos fuimos. A Leblon, concordamos, y tomamos por la Praia de Botafogo hasta el shopping RioSul. Y no recuerdo de quién fue la idea de tomar el atajo que cae directo en Copacabana, uno que sube la montaña y que es zona militar. El atajo, como el resto de Río, sostenía una fila infinita de autos que avanzaban muy de vez en cuando.
En la cuesta las cubiertas de los autos rechinaban con cada arranque, y asumo que el fusca debía estar haciendo lo mismo, una, dos, tres veces, puse primera y adelanté unos pocos metros, hasta que el pobre cedió y no volvió a arrancar. Atrás la fila de autos no tenía fin, mi pie no conseguía mantener apretado el freno que por suerte andaba bien. Daniel tuvo que bajarse y guiarme entre los vehículos que se abrían paso para ir deshaciendo el camino, de cola y cuesta abajo. Pensamos que se había quedado sin nafta, porque la aguja del marcador llegaba casi al fondo y nos maldijimos por no haber cargado a tiempo. Entre los nervios y la tentación por lo ridículo y triste de la situación, logramos estacionar el maldito auto al lado del cordón y llamar al maldito Severino, quien por lo menos se mostró preocupado y tomó un colectivo para llegar hasta donde nos quedamos empapándonos. Abrió la puerta del motor y tocó las pocas piezas que siempre se tocan primero, los 5 cables del alternador, las únicas que siempre le vi tocar. Todos los cables en su lugar. Le transmitimos nuestra postura de que seguro el coche se había quedado sin nafta, y aceptándola a medias, se ofreció para ir a buscar. Volvió al rato con una botella, vertió el contenido en la boca de combustible y aspiró la manguera de paso de nafta para hacerla llegar. Nada, ni muestras de querer arrancar. -Debe ser la bovina, dijo. Empujaron el auto y teniéndolo en segunda logré ponerlo en marcha, una vez los tres arriba seguimos viaje hasta la estación de servicio para cargar más. Pero aunque el tanque tuviera 20 reales encima, hubo que volver a empujar. Severino, desconcertado, propuso llevarse el auto para que lo vea su mecánico, allá donde él vive, en un morro a 50 kilómetros de la ciudad. Accedí obviamente y le pedí la devolución del dinero. Y una vez que estuvo todo como al comienzo de la transacción, nos subimos a la camioneta de Daniel y nos fuimos mojados hasta la médula a Leblon, a comer una casquinha de gallina al BB Lanches.
20.7.10
RIOscenaXXI :: una vuelta por la vanguardia musical en Rio de Janeiro >> Otto en el Circo Voador
RIOscenaXXI llega a su 10º episodio y en el mundo de las posibilidades, donde podríamos estar en cualquier lugar del mundo, Rio no Mapa y Botocarioca, el sábado 3 de julio, no perdieron tiempo y eligieron el templo sagrado de la música carioca, el Circo Voador, en Lapa, repleto de personas agradables, lindas y con mucha onda, para ver el recital de un cantante nota 10, uno de los mejores del planeta. Nordestino, pernambucano, uno de los fundadores del Movimiento Manguebeat, sólo vive rodeado de mujeres hermosas y de músicos de la mejor calidad. Acertó quien pensó en OTTO. Su música mistura electrónico con ritmos brasileños y el resultado es un sonido altamente danzante, con una sonoridad impecable. Ya fue integrante de la banda Mundo Livre SA, partiendo para su carrera de solista en 1998, con el álbum "Samba pra Burro". En 2001 lanzó "Condom Black". Pasaron dos años y vino "Sem Gravedade". Su último trabajo, intitulado "Certa Manhã Acordei de Sonhos Intranquilos”, es reciente, salió en el 2009.
Quien fue al show se dio bien, porque OTTO hizo una recolección de sus cuatro álbums. Cantó “Crua”, “Janaína”, “Saudade”, “Naquela Mesa”, “Filha”, del disco “Certa Manhã...”. “Lavanda”, “Dedo de Deus”, “Prá ser só Minha Mulher”, de “Sem Gravidade”. “Cuba”, “Condom Black” de “ Condon Black”. “O Celular de Naná”, “Ciranda de maluco”, “Bob”, “Cabo”, “Renault/Pegeot” de “Samba pra Burro”. De yapa. tocó “Da Lama ao Caos” de Chico Science y Nação Zumbi.
La noche fue abrillantada por una grata sorpresa, la paulista Tulipa Ruiz abriendo los trabajos. Hizo un óptimo show! y pensar que era su primera vez fuera de São Paulo. Espero ansiosamente su retorno.
OTTO, los músicos que forman tu banda son impecables, pero realmente no puedo dejar de rendir homenaje al Maestro Bactéria, al comando de los teclados, el tipo es único en su especie.
El registro de la noche quedó, como siempre, bajo la responsa de Ana Schlimovich. Sus clicks son realmente majestuosos. Vea el álbum abajo:
El registro de la noche quedó, como siempre, bajo la responsa de Ana Schlimovich. Sus clicks son realmente majestuosos. Vea el álbum abajo:
texto: botocarioca (gracias boto)
18.7.10
Los taxis
... los taxistas, con sus bracitos colgando del lado de afuera de la puerta, como si llevaran el taxi debajo del brazo, como un diario doblado. (El Fusca, Parte I)
5 de 108 sucesos en Rio de Janeiro >> El Fusca (parte II)
Para leer la primera parte de este cuento: click aqui
El fusca amarillo andaba mejor, mucho mejor diría yo, que no puedo decir mucho porque no conozco de autos, aunque los manejo desde hace años, pero nunca un auto que tuviera mi edad. Me gustó, le dije a Severino que lo iba a pensar.Después de ese día me olvidé del tema, salí de viaje unos días pensando que otra vez dejaría pasar una buena oportunidad. Pero al volver, el patito seguía estacionado en la puerta del edificio de Erika, brillante, encantador. Decidí que lo mejor era que lo viese alguien que entendiera no sólo de autos, sino de fuscas, y me puse en contacto con Baptiste, un francés estudiante de arquitectura fanático de la línea de vehículos alemana. Él mismo se había comprado un fusca en Rio y cuando le conté de mis ganas de adquirir uno, se ofreció cabalmente a ayudarme con la elección. Pasé por el edificio para dejar avisado que al día siguiente iría con mi mecánico a ver el autito, feliz por la sensación que me propiciaba hacer las cosas como se debe. A las seis de la tarde me sorprendí al ver llegar a Baptiste puntulmente al punto de encuentro que habíamos combinado, la boca del metro de la estación Gloria. Como el metro nos dejaba lejos tomamos un ómnibus y saltamos a poca distancia del edificio de Erika, y de mi promisorio fusquita, que seguía paradito como siempre. El que no estaba era Severino, llegaría daqui a pouco me decían sus colegas, socarrones. Fuimos a esperar a un barcito, donde invité algunas cervezas a modo de agradecimiento y charlamos sobre nuestro corto pasado carioca. Baptiste, es el tipo de francés desaliñado y bien parecido, tan ávido de quitarse la etiqueta parisina como imposibilitado para hacerlo. Me gustaba superficialmente, su cara cuadrada, sus ojos grandes, almendrados, su boca perfecta, su encantador acento que hacía sonar el português todavía más lindo. La cerveza y la libido empezaban a subirse juntas a mi cabeza, pero bastó bajar la vista, recorriendo el atuendo de feria americana, con pocos lavados, e indefectiblemente terminé imaginando el olor de sus calzoncillos y ahí se me terminó la pasión. Volvimos a eso de las ocho para ver si dábamos con Severino. Allí estaba el gordito con cara de bonachón, con llave a mano y disposición. Baptiste se tiró al suelo para revisar el fusca por debajo, de noche, y en la oscura calle Rui Barbosa, calculo que poco habrá podido ver. Pidió para abrir la puerta del motor, que en los fuscas está atrás, y se aferró con fuerza a ese disco redondo que gira cuando el motor está en marcha, manipulado por una cinta gruesa de goma. La importancia de que el disco estuviera firme parecía vital. Estaba. Nos subimos los tres al auto -yo al volante- para sentir el andar. Todavía me costaba meter la tercera, que estaba mucho más a la derecha de lo usual, pero de no ser por eso el auto ya se me había vuelto familiar. El motor soportó la velocidad sin chistar, y Baptiste afirmaba con la cabeza sobre el buen estado del volkswagen, dándome vía libre para seguir adelante con la negociación.Nos fuimos juntos en el Metro, conversando de cualquier cosa, él con la satisfacción de sentirse entendido en un tópico y consultado por ello y yo tranquila con su veredicto sobre mi posible futuro primer auto en Brasil.
16.7.10
15.7.10
5 de 108 sucesos en Rio de Janeiro >> El Fusca (parte I)
-Seguro que fue taxi. Fue lo primero que me dijo Erika cuando vio el auto. Y en seguida, - esa rueda está tuerta, la viste? No, no la había visto, ni eso ni ninguna otra cosa. Estaba ciega, empecinada en comprar un auto, un fusca, un escarabajo, más que un auto. La compulsión me vino cuando vi que la idea de la moto en Río de Janeiro no iba a ser una buena idea. Una lástima, la ciudad es perfecta para andar en moto, por el clima, el paisaje, las distancias y el tránsito, perfectamente peligrosa. Si yo fuera un ladrón y viese una chica como yo parada en un semáforo, me lanzaría encima sin vacilar. Soy la carnada perfecta. De todas formas la idea, el ideal de la moto, sigue recreándose en mi cabeza. Pero en un rapto de cordura decidí acariocarme un poco más, contar cuántas mujeres andan en moto y esperar que baje el precio de la Honda Biz.
Mientras tanto, me obsesioné con el único fusca de Río de Janeiro que tiene el mismo amarillo patito que los taxis. Con lo que detesto los taxis, histórica y mundialmente, no soy persona de taxi, soy persona de auto propio desde los 13 años, hija de un señor que prefiere tener auto que casa. En la familia, no se tomaba taxi, se manejaba. Después, cuando me mudé a Buenos Aires, manejando entre los taxis, desarrollé una aprensión por el universo del taxi, por los taxistas con sus bracitos colgando del lado de afuera de la puerta, como si llevaran el taxi debajo del brazo, como un diario doblado. Ese bracito que se levanta lento y anuncia un giro a la izquierda en plena Avenida Corrientes, desde el carril más diestro de todos, como si el bracito los absolviera de hacer esa tremenda hijaputez de querer atravesar la calle toda cuando es imposible hacerlo. Lo hacen, doblan, como si nada y ni siquiera dan las gracias. Rajan, para no escuchar la cantidad de puteadas. En el fondo, les gusta, que los pueteen, es una forma de reconocimiento a la que responden con una entrenada indiferencia.
En Río, los taxis son amarillo patito, como mi fusca. Había tres en la cuadra el día que le conté al portero del edificio de Erika que quería comprarme uno. Uno bordó, tunneado al estilo Brazil, la película Brazil, de Terry Gilliam, lleno de mangueras gruesas conectando el motor con no sé qué cosa, unos paragolpes de buggy, vidrios polarizados a negro y faros de fórmula uno. Ese, claro, no estaba a la venta. El otro fusca blanquito, con sus varillas metálicas a los lados de las puertas, bien parado, como dicen los que entienden de autos, prolijo pero no reluciente, ese tampoco estaba. Era el patito el que se vendía, según me dijo el portero que es igual al portero del otro turno, y por eso nunca puedo llamarlo por el nombre, porque el único nombre que me acuerdo es Manuel, y no sé cuál de los dos porteros es Manuel.
El patito estaba a la venta y se notaba porque brillaba, porque le habían sacado todo el lustre posible para venderlo por todos los reales posibles. Y en el vidrio delantero, esa vainilla transparente que no supera los treinta centímetros, estaba pegado Jesús, en letra gótica blanca, tapando la mitad de la visión. Me acerqué para verlo, asientos nuevos, de tela cuadrillé. Me entusiasmé.
- Es el portero del 28, me dijo Manuel o su doble. - Vai lá ver si está. Estaba, justo ese sábado a las 2 de la tarde, Severino, que trabaja de noche, estaba. Salió con la llave Severino, paraibano, regordete, de edad incierta, tranquilamente podría tener entre 25 y 45. Papeles al día, motor 1.600, modelo 75. Uno menos que yo. Lo abrió, lo encendió y me lo ofreció para manejar. Sin saber quién soy. – Cuánto cuesta? Tres mil quinientos, y no me pareció mal. Me senté, me corrió el asiento hasta dejarlo casi abajo del volante, para que pudiera llegar a los pedales. Es profundo el fusca, lo mismo que el recorrido de los pedales.
Era la segunda vez que manejaba un fusca, el primero lo fui a ver con mi amigo Daniel, un loco de los autos que no entiende absolutamente nada de autos, que vive en Río hace cuatro años. A él le parecía tan barato el pobre carro que quería que me lo comprara así sin más, porque era blanco, y tenía un polarizado medio y una calcomanía celeste que hacía el mismo recorrido que la varilla metálica de la puerta, imitándola, reemplazándola, dándole un aire de fusca surfista, canchero. Di una vuelta y me pareció un tractor. Así son los fusca me decía el uruguayo que iba sentado al lado mío y se negaba a hablar en español. 2.600 pedían. No lo compré, y nunca más volví a esa plaza de venta pública de autos particulares, bien al fondo de la Avenida Brasil, donde llegué por indicación de un taxista, una vez que no me quedó otra opción que volver en taxi de noche.
8.7.10
El exorcismo del sofá
Hace un buen tiempo alguien muy querido me regaló su enorme sofá. Y con el sofá vinieron aparejados varios disgustos que hicieron que mi sentimiento por el mastodonte fuera predominantemente negativo, además de que el estado del mismo ya mostraba cierta decadencia: quemaduras de cigarrillo, cierres rotos, tapizado gastado. Eso acrecentaba mi disgusto para con él.
Un buen día una amiga me dio la idea de pintarlo con aerosol, igual a como Charly García pintaba sus jeans de plateado. Era una posibilidad, pero no me convencía, iba a quedar demasiado tosco, demasiado obvio el hecho de querer tapar lo que hay abajo. Más tarde otro amigo mejoró la idea y me sugirió que usara la técnica de Jackson Pollock, y eso fue lo que hice durante los 7 días en que fui poseida por una fiebre descomunal. Al mismo tiempo que iba curándome del virus, el sofá y sus emanaciones energéticas hacían otro tanto.
Compré una linda tela, cosí las fundas (usando los cierres de las fundas anteriores, con deslizadores nuevos) y cha chan... tengo un sillón nuevo, salpicado con restos de pinturas varias que habían sobrado de la obra de mi casa. Reciclar, transformar lo viejo, lo desgastado, lo que no nos gusta, en algo nuevo y útil, es una de las sensaciones que más satisfacción me producen.
Un buen día una amiga me dio la idea de pintarlo con aerosol, igual a como Charly García pintaba sus jeans de plateado. Era una posibilidad, pero no me convencía, iba a quedar demasiado tosco, demasiado obvio el hecho de querer tapar lo que hay abajo. Más tarde otro amigo mejoró la idea y me sugirió que usara la técnica de Jackson Pollock, y eso fue lo que hice durante los 7 días en que fui poseida por una fiebre descomunal. Al mismo tiempo que iba curándome del virus, el sofá y sus emanaciones energéticas hacían otro tanto.
Compré una linda tela, cosí las fundas (usando los cierres de las fundas anteriores, con deslizadores nuevos) y cha chan... tengo un sillón nuevo, salpicado con restos de pinturas varias que habían sobrado de la obra de mi casa. Reciclar, transformar lo viejo, lo desgastado, lo que no nos gusta, en algo nuevo y útil, es una de las sensaciones que más satisfacción me producen.
29.6.10
O achado
Achado es un término português para decir: hallado, encontrado, hallazgo, acierto, suerte, ganga, coincidiencia. Pues bien, ninguna palabra resume mejor todo eso. "O achado" fue esta fábrica de zapatos sobre la que supe por mi cuñada, que supo por su cuñada y sobre la que ustedes, si hasta ahora no la conocían, lo harán por la ana compradora compulsiva.
Se llama Druck, y el significado del nombre no me fue dado, pero me fue sugerido que lo buscase en un diccionario, la sugerencia fue por parte de Agustín, dueño de la fábrica, sobre quien ya me explayaré. El significado, que acabé de buscar, podría ser estampa, empuje, imprenta, presión... y por el diseño del cuero de estos zuequitos que ya me pertenecen, el nombre es super acertado.
Además de ser el responsable por la existencia de los zapatos que de la fábrica se van derecho a las tiendas más prestigiosas de Buenos Aires, Agustín es filósofo y fotógrafo, y artista del humor, ya lo verán y escucharán.
El precio de estos zuecos? $180, no les digo que es "o achado"!! Hay botas, stilettos, borceguíes, chatitas, etc, etc, etc... Calidad, cuero, diseño, buen gusto, ambiente distendido y atención más que personalizada completan el combo. Hay que ir con efectivo y con decisión, porque el stock se evapora.
Fábrica Druck queda en Vuelta de Obligado 3139. Nuñez. Buenos Aires. Abre los jueves y viernes de 15 a 19hs y los sábados de 9 a 14hs.
Se llama Druck, y el significado del nombre no me fue dado, pero me fue sugerido que lo buscase en un diccionario, la sugerencia fue por parte de Agustín, dueño de la fábrica, sobre quien ya me explayaré. El significado, que acabé de buscar, podría ser estampa, empuje, imprenta, presión... y por el diseño del cuero de estos zuequitos que ya me pertenecen, el nombre es super acertado.
Además de ser el responsable por la existencia de los zapatos que de la fábrica se van derecho a las tiendas más prestigiosas de Buenos Aires, Agustín es filósofo y fotógrafo, y artista del humor, ya lo verán y escucharán.
El precio de estos zuecos? $180, no les digo que es "o achado"!! Hay botas, stilettos, borceguíes, chatitas, etc, etc, etc... Calidad, cuero, diseño, buen gusto, ambiente distendido y atención más que personalizada completan el combo. Hay que ir con efectivo y con decisión, porque el stock se evapora.
Fábrica Druck queda en Vuelta de Obligado 3139. Nuñez. Buenos Aires. Abre los jueves y viernes de 15 a 19hs y los sábados de 9 a 14hs.
27.6.10
Marcos
Este niño se llama Marcos y es mi sobrino. Tiene un año y 3 meses. Ariano hasta la médula. Yo digo que es un niño ecológico, porque no juega con juguetes, no le interesan, no le llaman la más mínima atención. Juega con pisapapas, tapers, cajas. Empezó a caminar con 9 meses y casi come solo. Marcos cortó la sucesión de fotocopias genéticas que somos los Schlimovich, introdujo a la familia el gen italiano, el de la madre, afortunadamente.
Come tanto o más que su hermano Matías, de 5 años, así chiquito como lo ven. Yo creo que toda la energía del alimento se le va a la garganta, porque grita como nunca antes había escuchado a un chico gritar. Durmió los primeros tres meses de su vida, su presencia era imperceptible, hasta que empezó a gritar. Grita y se ríe. Se ríe siempre, sobre todo mientras lo retan, lo retamos, cuando nos enojamos porque se torna insoportable, porque tira todo, porque se sube a todo y se tira de cabeza en una mílesima de descuido. El niño te mira y se ríe. Se anuncia independiente, desbordante de energía, absolutamente físico y seductor. Pura alegría y acción. A mí ya me conquistó.
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